lunes, 16 de marzo de 2020

Los últimos días del mundo

Dejo por aquí un cuento que escribí en 2018 y que no llegué a publicar. Espero que les guste.



La mente es un misterio que puede llegar a ser un infierno.
Bajo una mesa, escondidos tras la última explosión o lo que sospechamos fue algo como el estallido de una bomba, un disparo, un derrumbe —bien pudo ser todo eso a la vez o una alucinación—, permanecimos inmóviles durante días. Se nos fueron acabando las reservas y el contacto con los demás se volvió nulo. Ya no tuvimos a quién recurrir, a quién pedir ayuda. No hubo noticias, ni un teléfono ni redes para saber qué fue de los otros. No nos quedó ni una imagen real, sólida siquiera en la memoria, de ese mundo del otro lado.
Cuando llegó el fin intentamos convencernos de la fugacidad de todo lo que hemos tenido o conocido. Fuimos enumerando familia, amigos, lugares, comidas, recuerdos, objetos. Hubo un duelo, mayor o menor, por cada uno. Con los días se nos volvió sumamente incómodo no poder acceder con tranquilidad al baño; eso, en el fondo, ha sido lo que de verdad terminamos extrañando durante las últimas horas. No nos decidíamos a aventurarnos por los pasillos porque sabíamos que en cualquier momento podría derrumbarse alguna parte del departamento y quedaríamos separados, temor más grande que morir aplastados, así que resolvimos juntar nuestros excrementos en las bolsas de nylon que encontramos tras una rápida expedición conjunta a la cocina. Para mí es difícil orinar en el hueco de la pared; para ella, hacerlo en una botella plástica de pico recortado y luego desechar la orina por el mismo lugar resultaba más complicado, pero estaba dispuesta a ese sacrificio. Hicimos el hueco quitando un zócalo, raspando la pared con una cuchara y mucha paciencia, hasta dar con el caño del desagüe que desciende desde la azotea, dos pisos más arriba, hasta la calle. Bueno, lo hizo ella, en realidad, que siempre ha tenido más energía y más habilidad para eso. Parecía que conocía cada detalle de la estructura edilicia así que se percató antes de la presencia de ese caño. Yo, en cambio, conozco de memoria y puedo distinguir el ruidoso trajín de los vecinos. El perezoso arrastre de las pantuflas del anciano del piso de arriba, sus charlas monótonas sin interlocutores y la voz cantarina, repetitiva, dolorosa de la soprano del fondo son los más interesantes entre la multitud de ecos confusos que llegan hasta aquí. Me han hecho muchas veces secreta compañía. Ella nunca lo supo. También soy capaz de escuchar a través del cemento el gimoteo hambriento del hijo menor de una joven madre soltera que vive en un apartamento de la planta inferior o los molestos reproches que más abajo aún, un hombre les hace a sus hijos, quejándose de los juguetes esparcidos por cualquier lugar. Toda esa sabiduría es, en épocas como esta, inútil.
Me había resignado a vivir nuestros últimos momentos aspirando el dañino amoníaco de nuestros orines hasta envenenarnos, como si mi cabeza estuviera a dos centímetros del urinario colectivo de un bar. Ella se aventuró hasta la cocina y regresó con víveres, muchas bolsas, un martillo y la cuchara con la que logró escarbar lo suficiente en la pared como para que aun bajo el efecto de los vapores tóxicos, en nuestra condición de refugiados, no estuviéramos sentados sobre el apestoso piso mojado. Cuando el tiempo tedioso, breve pero tenaz, comenzó a transcurrir y se nos dificultó meter las heces en las bolsas, convivir con ellas y comer con las mismas manos mugrientas los frugales restos de las reservas, empecé a sospechar de la certeza del Apocalipsis. Es cierto que lo anunciaron en la televisión durante un período relativamente prolongado. Es cierto que tuvimos miedo hasta del agua que nos envenenaba el cuerpo día tras día hasta que apareció la peste que dio rienda suelta a un exterminio más evidente y feroz. Pero también es cierto que desde que el hombre tiene conciencia de su finitud y, especialmente, de sus errores, lo anhela y pronostica con una frecuencia obsesiva.
            Un viernes, luego de una larga semana de conflictos bélicos trasmitidos en vivo por cada uno de los medios de comunicación, luego de que hordas de ciudadanos enajenados saquearon todos los mercados cargando sus coches de kilos innecesarios de alimentos que seguramente hoy se estarán pudriendo en sus heladeras y en sus despensas, luego de que a cada minuto el ejército acudía a dispersar con ráfagas de metralleta y gases a las multitudes de apestados que corrían tras los otros para obtener algo que comer, luego de las sirenas y los gritos, despertamos conjeturando que había un inusual silencio en la mañana de la ciudad. Un mal augurio. Hacia el mediodía cerramos definitivamente las persianas tras oír violentas discusiones y ruidos pesados, como de militares corriendo dentro y fuera del edificio. A medida que avanzó la tarde hubo detonaciones espaciadas y lejanas, tal vez mólotovs o disparos; hubo gritos de una pequeña manifestación y una inmediata estampida humana con sus lamentos horribles diluyéndose con el crepúsculo. Con lágrimas, con miedo, sin mirarnos, armamos un refugio bajo el escritorio de firmes patas de hierro, bastante gruesas, donde ella suele trabajar o estudiar. Colocamos sábanas a manera de cortinas. Metimos agua en un bidón, llevamos muchas galletas, las de ella más desabridas, las mías, de sabores más consistentes, frutas y verduras. No vaticinamos que duraríamos muchos días. Nos acurrucamos temblando. En el refugio pensé varias veces en escribir mis memorias sobre la guerra, pero lo cierto es que dejamos de verla. Me habría gustado ser novelista. Se lo dije a ella, pero ya no entendía muy bien lo que le decía o fingía no entender para no tener que recordar.
            Aquella noche lloró muchísimo. Su cara se fue hinchando y yo no supe cómo consolarla. Coloqué mi cabeza en su falda e intenté dormir, aunque sus repentinos temblores y gemidos me impidieron un sueño profundo. Al despertar la vi contemplando el rojizo resplandor del amanecer colándose por las rendijas de una persiana. Había corrido la sábana sutilmente y la luz se reflejaba directamente en sus ojos. Divisé en su mirada, comprendí en su calma un relámpago de locura brotando frágil pero decisivo. De pronto se incorporó y mientras yo procuraba despabilarme, reaccionar, inició un frenético movimiento de muebles hacia las aberturas del apartamento. Comenzó por tapiar las ventanas con maderas de las sillas y de los cuadros que destrozó. Luego claveteó incansable la puerta de entrada, el único punto de salida, de escapatoria que teníamos. Quise convencerla de que no hiciera eso, de que recapacitara. Me interpuse varias veces en su camino para calmarla. Incluso peleamos furiosamente un rato, pero no tuve el valor para hacerle más daño. Hemos convivido tanto que nos une algo más que la costumbre o el miedo a la soledad.
La puerta principal estaba al fondo de un pasillo que, cuando hubo terminado de colocar los clavos, llenó de muebles y montones de libros. Era imposible que alguien pudiera invadir nuestro hogar, que nos atacara, que entrara a saquear o contagiarnos. También, indiscutiblemente, categóricamente, nuestro lugar en el mundo se había convertido en nuestra tumba.
            Hace algo así como un mes atrás, en medio de una crisis nerviosa que parecía anticipar todo este problema, cuando supimos que se avecinaba el terror, tuvimos una larga charla en la cocina. Ella bebía el café negro matinal. Sus codos apoyados en la mesa sostenían firmemente la cabeza con ambas manos. Devastada por las constantes noticias del caos que se vivía en otros lugares del planeta, comenzó a llorar angustiada. La guerra, la peste eran inevitables, tan inaplazables y próximas como la muerte. Las lágrimas le rodaban lentas y gordas por el rostro. Su nariz empezaba a inflamarse. Siempre fue alérgica —cuestión que achacaba a algunas de mis costumbres— por lo que no era nada extraño escuchar su voz alterada por la falta de aire. Repetía en su llanto que a mí a lo sumo me quedarían unos cinco años de vida, pero que ella aún era demasiado joven como para morir. Gritaba de dolor, de furia. Decía que si fuera una anciana se sentaría en una plaza pública a esperar el desastre. Una bala, un infarto, una ola gigante que la borrara del mundo. Pero morir en esta indiferencia, en esta vorágine que ataca desde todos los ángulos, tan  pronto, era un sinsentido.
Había llegado a esta ciudad más grande, más poblada que la suya, a estudiar. Siempre recordaba y transmitía historias sobre su antigua vida familiar con anécdotas tan divertidas como melancólicas. Nos conocimos una noche lluviosa. Nos cruzamos en una esquina mientras buscábamos ampararnos del granizo y del viento que iba arrasando peligrosamente con ramas y cables. Fue un hechizo. En cuanto la vi supe que debía estar con ella, que tenía que quedarme. Contemplar después su mirada perdida y aterrorizada fue lo más terrible que he vivido. No reconocía en esos ojos extraños a aquella muchacha tierna que protegió nuestras cabezas arriesgando la mochila donde llevaba sus cuadernos y algunos libros. Durante semanas me contó acerca de su familia, de sus hermanos, de su perra de más de quince años. No los volvería a ver. Adentro de ella solo quedó el espanto y tal vez hasta olvido. Probable era también que en esas circunstancias todos nuestros amigos y sus familiares estuvieran muertos. Eso fue algo que no tuve el coraje de sugerir en ningún momento, especialmente luego de que quedamos, por ese instinto de preservación desmedido suyo, aislados y prisioneros en nuestra propia casa.
Muy distinta ha sido mi vida. Lo único que yo he tenido es a ella. Siempre fui un paria. Desde pequeño me han evitado y maltratado, hasta que ese azar climático me ayudó. Ella, a la que he protegido y amado hasta el final. Por eso preferí la cárcel de nuestro Apocalipsis antes que desertar. Y no hay más que pueda decir sobre mí.
Cuando llegó el peor momento despertó en la madrugada, debilitada y alucinando. Las marcas de la peste se iban formando en su piel desgarrada y sucia. Comenzó a recitar agitada y tosiendo fuertemente incoherentes profecías sobre el futuro cercano mientras yo intentaba distraerla recostándome en ella, acariciándola; quería abrazarla, que se durmiera, que los dos lográramos evadirnos de la pesadilla incesante. No hay otra forma del amor que haya conocido, así que no supe qué más hacer. Una vez que se cansó y se quedó en silencio pude sentir el tibio calor de sus lágrimas cerca de mi rostro. Creo que yo nunca había llorado antes. Me dormí con mi cabeza recostada en sus piernas, acunado por el suave estertor de su respiración. Al despertar vi su mirada alucinada detenida para siempre ante el hilo de luz rojiza que pasaba cortando cruelmente el espacio entre las celosías y se filtraba por la sábana. La boca abierta, grotesca, buscando el aire que nunca entró.
No lo pude creer. En el pasillo atestado de objetos grité, pedí auxilio, quité lo que pude. Rompí mis uñas rasgando la puerta. Me comporté como un demente. No lo sé; tal vez lo era.

Hoy sé que pasó el fin del mundo. Como todo lo que pasa en la vida de los miserables, no fue tan importante. La gente parece olvidar lo grave y sonreír otra vez. Mi nueva familia está compuesta por la madre soltera y sus dos niños, todavía pequeños. Ella me sacó de aquella tumba improvisada y me trajo hasta aquí. Me limpió, me curó y alimentó como a un hijo más. Miro a la calle por la ventana y todo es igual que antes, un poco real, un poco ficticio. Me remuevo en la ventana, incómodo ante mis pensamientos, dubitativo. La vieja incertidumbre me eriza. Creo que no quiero saber nada más. Siento el peso del sol en mis ojos y observo a mi dueña. Ella acaricia al pasar mi lomo y me invita a sentarme en su falda. Cada vez que el roce delicado de sus finos dedos recorre mi cabeza y mi cuello unas diminutas lágrimas escurren desde mis bigotes hasta su vestido. Adormecido y ronroneante voy sumiéndome en el recuerdo de aquella otra que tanto me quiso.

lunes, 14 de enero de 2019

Maiakovski: Poesía, pasión y revolución.




CONFERENCIA SOBRE EL POETA RUSO MAIAKOVSKI DICTADA EL 23 DE OCTUBRE DE 2018 EN LA FUNDACIÓN RODNEY ARISMENDI (MONTEVIDEO, URUGUAY).

MAIAKOVSKI: POESÍA, PASIÓN Y REVOLUCIÓN
PROF. ANDREA ARISMENDI MIRABALLES


Las primeras veces que tuvimos contacto con Maiakovski fue en las lecturas universitarias o mientras cursábamos asignaturas como Literatura General o Corrientes Literarias en el Instituto de Profesores Artigas. En ellas, como materia central de estudio, aparecían las vanguardias artísticas del siglo XX. Era ineludible leer los llamados “manifiestos” de cada una de las corrientes estéticas que acompañaron los cambios culturales de, por lo menos, las primeras dos décadas del siglo. El escritor que hoy homenajeamos, por el evidente peso cultural, social que tuvo, y por el indudable valor literario como representante del futurismo ruso, era inexcusable.
Actor, dramaturgo, cineasta, poeta, aventurero… Maiakovski concentró en sus breves 36 años una producción tan amplia que llega a sorprender, menos por su volumen que por su coherencia, madurez, originalidad. No hay que olvidar que los primeros años del siglo fueron los que vislumbraron el agotamiento de las formas y de las corrientes literarias decimonónicas: el realismo, el simbolismo, el naturalismo; pero también dieron lugar a las nuevas, como el acmeísmo, que exaltaba la sencillez de los ideales clásicos heroicos, la combatividad, la virilidad. Dice Mario de Micheli que lo que se “quebró” fue la unidad espiritual de los siglos anteriores. Paradójicamente, son esas últimas corrientes las que, retomando el impulso romántico de mediados de siglo XIX, dan lugar a un populismo revolucionario con nuevos valores, algunos fueron el apego a la tierra y a la tradición, así como a la defensa de las clases populares. Si bien en sus comienzos los ideales revolucionarios no tuvieron nada que ver con los de los jóvenes artistas, e incluso hubo momentos de rechazo a la incidencia de las artes en la realidad, en los años previos a la revolución, estas se hicieron mayor eco de la agitación que se vivía en los ambientes políticos y sociales. El arte se va acercando al pueblo; es cada vez más praxis y menos misticismo –como los simbolistas lo consideraron-.
En “Una bofetada al gusto del público”, manifiesto del futurismo ruso de 1912, uno de cuyos remitentes fue Maiakovski, se invita a un quiebre radical con el pasado literario reciente: “El pasado es estrecho. La Academia y Pushkin menos comprensibles que jeroglíficos”, afirman, además de sugerir la ruptura con el lenguaje de la poesía más tradicional, como innovación paradigmática, adhieren a la novedad expresiva y también performática.
Surge así el futurismo ruso, un poco más tardío que el italiano, cuya fecha fundacional canónica es el año 1909, con valores similares, como la exaltación de la máquina, de la velocidad: “un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia”, escribe Marinetti, proponiendo con esa imagen tan contemporánea, el cambio radical de paradigma, de la estética, del concepto de lo bello, tema central y prioritario. El arte clásico, ecuánime, perfecto, ya no puede competir con las nuevas formas que la industrialización, la ciencia y la técnica han aportado a la cultura. Por supuesto que Maiakovski reivindica estos valores, pero desde otra mirada, orientada claramente hacia lo social. La literatura debía estar al servicio del hombre de la calle. Por ello (o para ello, tal vez) integró el habla coloquial en sus obras. “Para entender correctamente la ordenación social, el poeta debe estar en el centro de las cosas y de los acontecimientos” sostiene. Difiere en la exaltación de la guerra y de la violencia, que tanto acarició Marinetti y que también se convirtió en una postura vital. Este es uno de los conceptos que nunca podrá compartir con él y los llevó al enfrentamiento. Por cierto, y retomando lo dicho anteriormente sobre la postura performática de los artistas de vanguardia, no olvidemos que uno de los gestos artísticos de Maiakovski fue intentar confrontar públicamente a Marinetti, el fundador del futurismo italiano, durante su visita a Rusia, siendo desairado en plena conferencia, ya que el italiano no entendía el idioma, por lo que se le pidió que hablara en francés, idioma que tampoco dominaba Maiakovski, así que se dio una escena digna de una comedia de situaciones. Uno retirándose festejado, aunque sin poder comunicarse y el otro, abucheado sin comprender el por qué. Tampoco hay que olvidar la “Primera actuación en Rusia de los Creadores del lenguaje”, donde desde el escenario atacaban al público arrojándoles té hirviendo.
Lo cierto es que este artista representa el espíritu vanguardista en todas sus aristas. Fue provocador y exhibicionista, aunque algunos de sus amigos lo definieron como extremadamente tímido en su vida cotidiana. Transmitió su rebeldía, pero también su tristeza transformada en lirismo. Tal vez fue la Revolución la que le ofreció la posibilidad de superar y canalizar su energía hacia una finalidad más elevada. Intentó entonces subordinar su obra al credo revolucionario. Shklovski, amigo y teórico del formalismo ruso, escribe en su obra titulada solamente Maiakovski que toda la obra de este poeta, toda su vocación, nace de la angustia. La desazón moral, las necesidades económicas, la cárcel en 1910 (tenía 17 años) por su compromiso bolchevique, van moldeando su personalidad, madurándola. “Un gran poeta –dice Viktor Shklovski- nace con las contradicciones de su tiempo, conoce antes que los demás las desigualdades de las cosas… No veía la luna como un camino resplandeciente sobre el mar. Veía al arenque lunar y creía que estaría muy bien acompañarlo con un pedazo de pan”. Fue la voz que recitó ante los obreros, los estudiantes, los campesinos, los soldados del Ejército Rojo, con una intención clara: fundirse con ellos: “alabo a millones, creo a millones, canto a millones” dice en su poema “150.000.000”. Tal vez por ese deseo, Troski dijo que Maiakovski era “maiakomórfico”: es él mismo quien puebla las plazas, las calles, los campos de la revolución. Nadie se le parece en la literatura rusa. Jakobson, Shklovski, sus contemporáneos, Esenin, todos vieron en la autenticidad de su palabra lo que el verso ruso no había logrado hasta ese momento, una diferencia “cualitativa”, una personalidad original, única: “Quiero reflejar simplemente al hombre, al hombre en general, pero no una abstracción de los Andreev, sino un auténtico Iván, que mueva las manos, coma sopa de col y se haga sentir”.


AMÉRICA o Mi descubrimiento de América es un diario de viajes, una especie de crónica de aventuras por Cuba, México y Estados Unidos durante el año 1925. Es una obra que recomiendo con entusiasmo porque ahí están muchos de sus juicios sobre la sociedad de consumo, pero también la sorpresa ante la población americana autóctona y las distancias económicas entre clases. Se asombra al ver a los indígenas, de ver a los obreros, de ver su pobreza, su sometimiento, su concepto de lo que es el trabajo. Por supuesto que hay lugar para el arte, para la poesía, para el teatro, para la pintura.
A Maiakovski le asombra todo lo nuevo. Intenta moderar su idealismo, literario, foráneo, para acusar la realidad y mostrarse a sí mismo, ante tanta evidencia, sus propios prejuicios, pero también va confirmando el creciente dominio de un país. Cuando llega al puerto de La Habana la va describiendo minuciosamente: “Detrás se encuentra la inmunda zona portuaria, llena de tabernas, burdeles y frutas podridas… Sobre el fondo verde del mar, un negro de color azabache con un pantalón blanco vende pescado carmesí… La otra zona la forman sociedades limitadas mundiales de tabaco y azúcar, con decenas de miles de negros, hispanos y obreros rusos. Y en medio de las riquezas, el club estadounidense, Ford, Clay, Bock, de diez plantas: las primeras señales visibles del dominio de los Estados Unidos sobre las tres américas…. Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable… Todo lo relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien organizado.”
Cooper, el escritor de “El último de los mohicanos”, le había dejado una imagen de los indígenas americanos sublimada, poetizada; imagen que no logra identificar con la miseria con la que choca. “Cientos de personas diminutas con sombreros… chillan y extienden las manos hasta la segunda cubierta… Se trata de porteadores, que se pelean entre ellos por las maletas y parten doblados por la enorme carga. Vuelven… y se ponen otra vez a mendigar… ¿Dónde están los indios? Le pregunté a un hombre… Estos son los indios, contestó… estaba estupefacto, como si delante de mis narices transformaran a pavos reales en gallinas”. Se topa con tipos humanos novedosos, ignorados, y con costumbres inesperadas. Por ejemplo, en México conoce a Diego Rivera. Sostiene que los mexicanos son hospitalarios: no le dicen “ahora sabe dónde vivo” sino “ahora sabe usted dónde tiene su casa”. Contrasta esta gentileza con su visita a Estados Unidos, donde no pudo llegar por barco, así que atravesó la frontera desde México. Se da otra confusión con el idioma y lo detienen. Se repite aquella confusión que se había dado con Marinetti cuando le ofrecen un intérprete y pide uno del francés, idioma que, como recordarán, no hablaba. Por supuesto que no consigue comunicarse así que debe esperar a otro intérprete en su propio idioma. Una vez que obtiene su visado, recorre algunos estados, como Chicago o Nueva York. “Los Estados Unidos se han apoderado del derecho a llamarse América por la fuerza… con sus dólares infundiendo terror en las repúblicas y colonias.”
Coolidge, el presidente norteamericano, formalizó en uno de sus decretos el nombre “americano” como exclusividad para los estadounidenses. Por eso uno de los ejes temáticos centrales de este diario o crónica es el Intervencionismo: México tuvo 37 presidentes en 30 años. “Los Estados Unidos son los máximos dirigentes de México, han dado a entender, mediante sus acorazados y sus cañones, que el presidente mexicano es un mero cumplidor de la voluntad del capital estadounidense.”
Por otro lado, admira su arquitectura, sus rascacielos. Se asombra ante las fábricas, a las que llama “imperios de treinta pisos”. Se conmueve ante un país que funciona como un mecanismo de relojería en pro del capital. Se indigna, también, con la deshumanización y el racismo, con la miseria, con las injusticias.
Uno de los casos que más lo conmueve, es el de Vanzetti y su compañero, defensores de trabajadores, condenados a pena de muerte, mientras los hijos de unos millonarios, asesinos y torturadores confesos de un adolescente, son declarados inimputables. (Este caso es el de Leopold y Loeb, veinteañeros millonarios que asesinaron de forma premeditada a Bobby Franks de catorce en Chicago.) Es decir, situaciones terribles, que nos recuerdan la angustia de otro vanguardista que llegó a Nueva York y la contempló con admiración y miedo: Federico García Lorca, el poeta español que hablaba del “huracán de negras palomas que chapotean en las aguas podridas” de las calles newyorkinas, de la falta de esperanzas, de las monedas que “taladran y devoran abandonados niños”. Por supuesto que, dentro de tanto horror, hay un montón de anécdotas divertidas, que definen también nuestro espíritu americano que tiene su sonrisa en medio de la resignación, como la de un poeta, hermano de un comerciante que le cuenta que lo colocaron de mesero, porque siendo poeta “claramente es un inútil”.
En fin, destaco que lo fundamental, es hacer evidente, manifiesto, el crecimiento insensible y aplastante de Estados Unidos como potencia: “Solo durante mi corta estancia de tres meses, los estadounidenses agitaron su puño de hierro delante de las narices de los mexicanos en relación con el proyecto de nacionalización de su propio subsuelo inalienable, enviaron tropas para ayudar a un gobierno que el pueblo venezolano intentaba echar fuera, le hicieron insinuaciones inequívocas a Gran Bretaña de que en caso de impago de las deudas, el granero de Canadá podría tambalearse, les desearon lo mismo a los franceses y, antes de la conferencia sobre el pago de la deuda francesa, un día enviaban a sus aviadores a Marruecos para ayudar a los franceses y al otro día, de pronto, tomaban partido por los marroquíes y revocaban a sus aviadores por razones humanitarias.”
Las conclusiones a las que llega Maiakovski, son iguales de lúcidas. Es un hombre que mira al futuro, que se piensa a sí mismo y a los demás en función de los avances y sus posibles consecuencias: el futurismo de la tecnología desnuda, del impresionismo superficial de humos y cables que tenía el gran papel de revolucionar la mentalidad estancada, impregnada del mundo campestre, ese futurismo primitivo está totalmente consolidado. Falta lo otro, educar, formar, igualar; es un futurismo deshumanizado.
Para él los artistas, en vez de dedicarse a la admiración estética de las escaleras metálicas contra incendios de los rascacielos, deberían intentar resolver el tema de la vivienda. Los poetas deben poder hablar, mover al mundo en los vagones de los trenes en lugar de cantar el estrépito de los motores y de las máquinas. Se pregunta, antes que por el avance tecnológico de Ford, por los efectos a mediano plazo de sus fábricas y sus automóviles; literalmente: “¿qué hay que hacer para que no contaminen el aire?”.

Hacia el final de su vida, su obra terminó siendo un ataque evidente a los nuevos líderes comunistas y a la burocracia estatal (“Los baños” de 1930) o también, una sátira a los parásitos que acaban con los ideales revolucionarios (“La chinche” de 1928). Ignorado o rechazado por sus contemporáneos, desmoralizado, acosado por algunos de los sectores de su partido, habiendo fracasado su último drama (“Los baños”) se suicidó. En “El caso Maiakovski”, Román Jakobson dice que su generación malogró a los poetas. Él enumera a unos cuantos, jóvenes, enfermos o suicidas, que no encontraron otra forma prevalecer inmortales que la de la muerte. “El poeta debe acelerar el tiempo” fue uno de los principios vitales de Maiakovski.
“Y la muerte no se atreverá a tocarle, él está en el cálculo del futuro. Los jóvenes escuchan estrofas sobre la muerte, pero en el corazón oyen: inmortalidad”. (“150.000.000”.)



Enlace al evento y página de la Fundación Rodney Arismendi:
http://fundacionrodneyarismendi.org/home/maiakovski-poesia-pasion-y-revolucion-a-125-anos-de-su-nacimiento/


En las imágenes se puede ver el afiche del evento así como una fotografía con los otros expositores.






lunes, 29 de octubre de 2018

Presentación del libro "La tierra de los mil caballos" de Gabby de Cicco.


Presentación del libro "La tierra de los mil caballos" de Gabby de Cicco. 
En el mes de marzo de 2018 presenté este libro de Gabby en un bar montevideano. Dejo algunos de los conceptos que traté ese día. 


En la imagen, Liliana Ruiz (Baltasara Editora), Horacio Cavallo, Gabby de Cicco y Andrea Arismendi Miraballes.



El libro de Gabby de Cicco podría ser definido como una cartografía de descubrimientos y transformaciones. Es, en su conjunto lírico, una estructura compleja que interviene sobre las imágenes y las palabras, que opera apropiándose de sus significados tradicionales para alterar –casi siempre- sus connotaciones, yendo al origen mismo de estas con la consciente voluntad de representar un cosmos personal, donde se entrecruzan y superponen, además, la música, la literatura, el cuerpo, la experiencia, los deseos, la muerte. Pero esto es solamente un corte oblicuo que podemos trazar para la comprensión de un entramado poético que supera nuestras lecturas y que Gabby ya había transitado en estos treinta años de creación literaria. Ese movimiento de construcción y cambio se consolidó, como potencia radical, en su libro anterior, Queerland, en el que el sujeto lírico se ubica en los márgenes discursivos, sociales, teóricos, literarios, para dotar a ese término, “queer”, de novedosos y enriquecidos significados. Es que, como la poesía de De Cicco sostiene, (y cito un poema del nuevo libro) “Estamos afuera de la sociedad/ “en los oscuros patios de la bastardía”/ con la revolución danzando/ en nuestras lenguas”. Ahí es donde se sitúa el yo poético para así sublevar los límites que nos impone la palabra como contrato con la realidad.
El título, La tierra de los mil caballos, propone un doble homenaje a Patti Smith, quien, por cierto, es una de las destinatarias explícitas de la dedicatoria inicial. Por una parte, la clarísima referencia al disco Horses (“Los caballos se trizan como espejos/ en la pampa/ pero no suenan como horses. Horse/es más caballo/ es potro al viento/ de aliento largo”), por otra, a una canción que aparece allí, La tierra de las mil danzas. Me detengo entonces un momento en los aspectos más externos y visuales de este nuevo libro, que, por supuesto, nos revelarán algo de sus contenidos. Destaco el hallazgo de la selección de la carátula, donde aparece un detalle de una pintura rupestre, hoy denominada arte. Es una imagen donde se ven algunos caballos y que, con certeza, se relaciona directamente con la praxis cotidiana de aquellos hombres y mujeres del paleolítico; una síntesis iconográfica que nos acerca a una de las maneras de encarnar lo cotidiano. El caballo es un símbolo antiguo e integrado plenamente a la tradición literaria. Articula los deseos exaltados, desbocados, desordenados, a veces terribles, a veces maravillosos: “La sangre y los caballos corriendo/ como lava” o “Un mar de ojos, cabalgando./ El fuego y el jadeo de un caballo desbocado”, o también, “Ella se ríe rota por el fuego/ que sale de las narices de los caballos/ que la persiguen de noche”. Es ese símbolo el que recorre de manera categórica la geografía de este poemario y va acompañando el impulso hacia la construcción de una personalidad única, que se encuentra, paradójicamente, en constante movimiento y cambio. La hipérbole numeral, los mil caballos, manifiesta esas contradicciones y atraviesa por diversas capas este libro, guiándonos hacia una dispersión/concentración obstinada, a una búsqueda interior que expone un corrimiento de los límites. La poesía de Gabby es esa búsqueda cuyos límites no se agotan solo en lo evidente, sino que, una vez establecidos, aparece allí como rebeldía, como transgresión, como oposición: “Yo soy eso otro que se te escapa, cada fucking día./ Yo soy lo que te apela y contradice. Yo soy lo otro,/ lo inabarcable. Lo indecible”.
La palabra poética es soporte y punto de inflexión que se dispara en distintas direcciones. Lo indecible, inclasificable, es eso a lo que el lenguaje refiere sin lograr nombrar absolutamente. La palabra es anterior a nosotros, nos instituye y cataloga, nos limita y arrasa, aunque también, a veces, nos libera. Pero parece que siempre es insuficiente para revelarnos plenamente. Gabby De Cicco ha hecho de su obra palabra viva en permanente edificación, mutable en sus bordes. Revoluciona, quiebra la sintaxis, irrumpe y llama la atención sobre sí misma y su capacidad de representación: “Todes nos haremos traficantes de armas./ Todes terminaremos nuestros días/ con una pierna menos, con la fiebre alta/ del fastidio, del desamor”.
Cuerpo y palabra son ejes centrales en la obra general de Gabby, puntos de inflexión que antes destaqué y que en esos versos aparecen claramente entramados. Puntos que aluden a la búsqueda de la identidad, en este libro ya más afianzada, cuyo sentido es capaz de intervenir en el “otro”, en un sujeto lírico destinatario de la palabra poética, transferencia en la que también se lo evoca y crea, como el logos primordial: “Quiero escribir sobre tu cuerpo/ un poema que nadie leerá (…) Quiero escribir un poema/ que sea tu cuerpo desde ahora en más”.
La experiencia vital y la muerte también tienen su espacio en esta obra. La experiencia como aprendizaje, como aventura trascendental, en este caso y por necesidad, aparece localizada en Nueva York, ciudad que es el paisaje de fondo, a veces personificado y sexualizado, donde se desenvuelve el acontecer lírico. En el interior del libro Gabby deja unas fotografías a modo de mapa. Allí es donde el yo se ubica y reflexiona. Allí se mueve, también en los sórdidos bordes de una ciudad que, a la vez que excluye, atrae, seduce: “No es amor lo que busca, si algo busca” o también “El Hotel Chelsea, irreconocible,/ al borde de la noche”.
Para cerrar, diría que la poesía de Gabby a la vez que construye un universo personalísimo, único, no deja de lado, no olvida sus filiaciones. Filiaciones que son literarias y musicales, pero también biológicas. Rimbaud, Ginsberg, los poetas del rock, Patti, Kurt, Amy, el padre muerto, la prima desaparecida. Hay espacio para la evocación y la denuncia; reviven por la palabra para recordarle que aún están ahí: “Hay gente que muere de frío/ como aves que pierden el rumbo./ Yo las cubro con palabras,/ el único bien que tengo”.


lunes, 23 de julio de 2018

Cuando eso acecha en Todos somos raros

El próximo viernes 27 de julio a las 19 y 30 en el CCE (Rincón 629, Montevideo), estaré en el ciclo Todos somos raros que dirige el periodista Pablo Silva Olazábal, compartiendo una charla sobre el libro.

El miércoles 25 en Radio Uruguay (1050 AM) también estaré compartiendo una charla previa en el programa La máquina de pensar.

Dejo enlaces con información.



http://somosraroz.blogspot.com/2018/07/19-cuando-eso-acecha.html

https://www.facebook.com/events/248069459135150/

CUANDO ESO ACECHA

En diciembre de 2017 se editó y salió a las librerías Cuando eso acecha. Comparto imágenes.





martes, 19 de septiembre de 2017

Antología de narradores uruguayos



En breve se presenta esta excelente colección de escritores uruguayos editada por Irrupciones.
Desde ya se pueden reservar ejemplares a generoriental@gmail.com

Por ahí estamos con un cuento de terror realista. Disfruten!


miércoles, 30 de agosto de 2017

Detalle de los bosques en imágenes


Cuando le mostré al fotógrafo Andrés Gorosito López la primera versión del poema Detalle de los bosques surgió la idea de acompañar el texto con imágenes. Esa fue nuestra primera experiencia en conjunto trabajando sobre un proyecto que continuamos actualmente con otras creaciones.
Dejo aquí un enlace para poder ver las fotografías que acompañan cada presentación del libro y cada taller que hemos planificado en torno a él.





http://viajesvirajes.wixsite.com/andresgorositolopez