La mente
es un misterio que puede llegar a ser un infierno.
Bajo una
mesa, escondidos tras la última explosión o lo que sospechamos fue algo como el
estallido de una bomba, un disparo, un derrumbe —bien pudo ser todo eso a la vez o
una alucinación—, permanecimos inmóviles durante días. Se nos fueron acabando
las reservas y el contacto con los demás se volvió nulo. Ya no tuvimos a
quién recurrir, a quién pedir ayuda. No hubo noticias, ni un teléfono ni redes
para saber qué fue de los otros. No nos quedó ni una imagen real, sólida
siquiera en la memoria, de ese mundo del otro lado.
Cuando
llegó el fin intentamos convencernos de la fugacidad de todo lo que hemos
tenido o conocido. Fuimos enumerando familia, amigos, lugares, comidas,
recuerdos, objetos. Hubo un duelo, mayor o menor, por cada uno. Con los días se
nos volvió sumamente incómodo no poder acceder con tranquilidad al baño; eso,
en el fondo, ha sido lo que de verdad terminamos extrañando durante las últimas
horas. No nos decidíamos a aventurarnos por los pasillos porque sabíamos que en
cualquier momento podría derrumbarse alguna parte del departamento y
quedaríamos separados, temor más grande que morir aplastados, así que resolvimos
juntar nuestros excrementos en las bolsas de nylon que encontramos tras una rápida
expedición conjunta a la cocina. Para mí es difícil orinar en el hueco de la
pared; para ella, hacerlo en una botella plástica de pico recortado y luego desechar
la orina por el mismo lugar resultaba más complicado, pero estaba dispuesta a ese
sacrificio. Hicimos el hueco quitando un zócalo, raspando la pared con una
cuchara y mucha paciencia, hasta dar con el caño del desagüe que desciende desde
la azotea, dos pisos más arriba, hasta la calle. Bueno, lo hizo ella, en
realidad, que siempre ha tenido más energía y más habilidad para eso. Parecía
que conocía cada detalle de la estructura edilicia así que se percató antes de
la presencia de ese caño. Yo, en cambio, conozco de memoria y puedo distinguir
el ruidoso trajín de los vecinos. El perezoso arrastre de las pantuflas del
anciano del piso de arriba, sus charlas monótonas sin interlocutores y la voz
cantarina, repetitiva, dolorosa de la soprano del fondo son los más interesantes
entre la multitud de ecos confusos que llegan hasta aquí. Me han hecho muchas
veces secreta compañía. Ella nunca lo supo. También soy capaz de escuchar a
través del cemento el gimoteo hambriento del hijo menor de una joven madre
soltera que vive en un apartamento de la planta inferior o los molestos
reproches que más abajo aún, un hombre les hace a sus hijos, quejándose de los
juguetes esparcidos por cualquier lugar. Toda esa sabiduría es, en épocas como
esta, inútil.
Me había
resignado a vivir nuestros últimos momentos aspirando el dañino amoníaco de
nuestros orines hasta envenenarnos, como si mi cabeza estuviera a dos
centímetros del urinario colectivo de un bar. Ella se aventuró hasta la cocina
y regresó con víveres, muchas bolsas, un martillo y la cuchara con la que logró
escarbar lo suficiente en la pared como para que aun bajo el efecto de los
vapores tóxicos, en nuestra condición de refugiados, no estuviéramos sentados
sobre el apestoso piso mojado. Cuando el tiempo tedioso, breve pero tenaz, comenzó
a transcurrir y se nos dificultó meter las heces en las bolsas, convivir con
ellas y comer con las mismas manos mugrientas los frugales restos de las
reservas, empecé a sospechar de la certeza del Apocalipsis. Es cierto que lo
anunciaron en la televisión durante un período relativamente prolongado. Es
cierto que tuvimos miedo hasta del agua que nos envenenaba el cuerpo día tras
día hasta que apareció la peste que dio rienda suelta a un exterminio más
evidente y feroz. Pero también es cierto que desde que el hombre tiene
conciencia de su finitud y, especialmente, de sus errores, lo anhela y
pronostica con una frecuencia obsesiva.
Un
viernes, luego de una larga semana de conflictos bélicos trasmitidos
en vivo por cada uno de los medios de comunicación, luego de que hordas de
ciudadanos enajenados saquearon todos los mercados cargando sus coches de kilos
innecesarios de alimentos que seguramente hoy se estarán pudriendo en sus
heladeras y en sus despensas, luego de que a cada minuto el ejército acudía a
dispersar con ráfagas de metralleta y gases a las multitudes de apestados que
corrían tras los otros para obtener algo que comer, luego de las sirenas y los
gritos, despertamos conjeturando que había un inusual silencio en la mañana de
la ciudad. Un mal augurio. Hacia el mediodía cerramos definitivamente las
persianas tras oír violentas discusiones y ruidos pesados, como de militares
corriendo dentro y fuera del edificio. A medida que avanzó la tarde hubo
detonaciones espaciadas y lejanas, tal vez mólotovs o disparos; hubo gritos de
una pequeña manifestación y una inmediata estampida humana con sus lamentos
horribles diluyéndose con el crepúsculo. Con lágrimas, con miedo, sin mirarnos,
armamos un refugio bajo el escritorio de firmes patas de hierro, bastante
gruesas, donde ella suele trabajar o estudiar. Colocamos sábanas a manera de
cortinas. Metimos agua en un bidón, llevamos muchas galletas, las de ella más
desabridas, las mías, de sabores más consistentes, frutas y verduras. No vaticinamos
que duraríamos muchos días. Nos acurrucamos temblando. En el refugio pensé
varias veces en escribir mis memorias sobre la guerra, pero lo cierto es que
dejamos de verla. Me habría gustado ser novelista. Se lo dije a ella, pero ya
no entendía muy bien lo que le decía o fingía no entender para no tener que
recordar.
Aquella
noche lloró muchísimo. Su cara se fue hinchando y yo no supe cómo consolarla.
Coloqué mi cabeza en su falda e intenté dormir, aunque sus repentinos temblores
y gemidos me impidieron un sueño profundo. Al despertar la vi contemplando el
rojizo resplandor del amanecer colándose por las rendijas de una persiana.
Había corrido la sábana sutilmente y la luz se reflejaba directamente en sus
ojos. Divisé en su mirada, comprendí en su calma un relámpago de locura
brotando frágil pero decisivo. De pronto se incorporó y mientras yo procuraba
despabilarme, reaccionar, inició un frenético movimiento de muebles hacia las
aberturas del apartamento. Comenzó por tapiar las ventanas con maderas de las
sillas y de los cuadros que destrozó. Luego claveteó incansable la puerta de
entrada, el único punto de salida, de escapatoria que teníamos. Quise
convencerla de que no hiciera eso, de que recapacitara. Me interpuse varias
veces en su camino para calmarla. Incluso peleamos furiosamente un rato, pero
no tuve el valor para hacerle más daño. Hemos convivido tanto que nos une algo
más que la costumbre o el miedo a la soledad.
La
puerta principal estaba al fondo de un pasillo que, cuando hubo terminado de
colocar los clavos, llenó de muebles y montones de libros. Era imposible que
alguien pudiera invadir nuestro hogar, que nos atacara, que entrara a saquear o
contagiarnos. También, indiscutiblemente, categóricamente, nuestro lugar en el
mundo se había convertido en nuestra tumba.
Hace
algo así como un mes atrás, en medio de una crisis nerviosa que parecía
anticipar todo este problema, cuando supimos que se avecinaba el terror,
tuvimos una larga charla en la cocina. Ella bebía el café negro matinal. Sus
codos apoyados en la mesa sostenían firmemente la cabeza con ambas manos.
Devastada por las constantes noticias del caos que se vivía en otros lugares
del planeta, comenzó a llorar angustiada. La guerra, la peste eran
inevitables, tan inaplazables y próximas como la muerte. Las lágrimas le
rodaban lentas y gordas por el rostro. Su nariz empezaba a inflamarse. Siempre
fue alérgica —cuestión que achacaba a algunas de mis costumbres— por lo que no
era nada extraño escuchar su voz alterada por la falta de aire. Repetía en su
llanto que a mí a lo sumo me quedarían unos cinco años de vida, pero que ella
aún era demasiado joven como para morir. Gritaba de dolor, de
furia. Decía que si fuera una anciana se sentaría en una plaza pública a
esperar el desastre. Una bala, un infarto, una ola gigante que la borrara del
mundo. Pero morir en esta indiferencia, en esta vorágine que ataca desde todos
los ángulos, tan pronto, era un sinsentido.
Había
llegado a esta ciudad más grande, más poblada que la suya, a estudiar. Siempre
recordaba y transmitía historias sobre su antigua vida familiar con anécdotas tan
divertidas como melancólicas. Nos conocimos una noche lluviosa. Nos cruzamos en
una esquina mientras buscábamos ampararnos del granizo y del viento que iba
arrasando peligrosamente con ramas y cables. Fue un hechizo. En cuanto la vi
supe que debía estar con ella, que tenía que quedarme. Contemplar después su
mirada perdida y aterrorizada fue lo más terrible que he vivido. No reconocía
en esos ojos extraños a aquella muchacha tierna que protegió nuestras cabezas
arriesgando la mochila donde llevaba sus cuadernos y algunos libros. Durante
semanas me contó acerca de su familia, de sus hermanos, de su perra de más de
quince años. No los volvería a ver. Adentro de ella solo quedó el espanto y tal
vez hasta olvido. Probable era también que en esas circunstancias todos
nuestros amigos y sus familiares estuvieran muertos. Eso fue algo que no tuve
el coraje de sugerir en ningún momento, especialmente luego de que quedamos,
por ese instinto de preservación desmedido suyo, aislados y prisioneros en
nuestra propia casa.
Muy
distinta ha sido mi vida. Lo único que yo he tenido es a ella. Siempre fui un
paria. Desde pequeño me han evitado y maltratado, hasta que ese azar climático
me ayudó. Ella, a la que he protegido y amado hasta el final. Por eso preferí
la cárcel de nuestro Apocalipsis antes que desertar. Y no hay más que pueda decir
sobre mí.
Cuando
llegó el peor momento despertó en la madrugada, debilitada y alucinando. Las
marcas de la peste se iban formando en su piel desgarrada y sucia. Comenzó a
recitar agitada y tosiendo fuertemente incoherentes profecías sobre el futuro
cercano mientras yo intentaba distraerla recostándome en ella, acariciándola;
quería abrazarla, que se durmiera, que los dos lográramos evadirnos de la
pesadilla incesante. No hay otra forma del amor que haya conocido, así que no
supe qué más hacer. Una vez que se cansó y se quedó en silencio pude sentir el
tibio calor de sus lágrimas cerca de mi rostro. Creo que yo nunca había llorado
antes. Me dormí con mi cabeza recostada en sus piernas, acunado por el suave
estertor de su respiración. Al despertar vi su mirada alucinada detenida para
siempre ante el hilo de luz rojiza que pasaba cortando cruelmente el espacio
entre las celosías y se filtraba por la sábana. La boca abierta, grotesca,
buscando el aire que nunca entró.
No lo
pude creer. En el pasillo atestado de objetos grité, pedí auxilio, quité lo que
pude. Rompí mis uñas rasgando la puerta. Me comporté como un demente. No lo sé;
tal vez lo era.
Hoy sé
que pasó el fin del mundo. Como todo lo que pasa en la vida de los miserables, no
fue tan importante. La gente parece olvidar lo grave y sonreír otra vez. Mi
nueva familia está compuesta por la madre soltera y sus dos niños, todavía
pequeños. Ella me sacó de aquella tumba improvisada y me trajo hasta aquí. Me
limpió, me curó y alimentó como a un hijo más. Miro a la calle por la ventana y
todo es igual que antes, un poco real, un poco ficticio. Me remuevo en la
ventana, incómodo ante mis pensamientos, dubitativo. La vieja incertidumbre me
eriza. Creo que no quiero saber nada más. Siento el peso del sol en mis ojos y observo
a mi dueña. Ella acaricia al pasar mi lomo y me invita a sentarme en su falda.
Cada vez que el roce delicado de sus finos dedos recorre mi cabeza y mi cuello
unas diminutas lágrimas escurren desde mis bigotes hasta su vestido. Adormecido
y ronroneante voy sumiéndome en el recuerdo de aquella otra que tanto me quiso.