Pasamos por Le moulin
temprano, tan temprano en la tarde que aún faltaba para mirar el
atardecer en aquella rambla abandonada como nunca. Te tenía junto a
mi en el auto y aún así sentía que te extrañaba, no sé por qué.
Tal vez por esa concurrencia de pensamientos fatídicos que sigue en
mi mente a la belleza, siempre arremolinados, siempre confusos. Ya me
has dicho que me distraigo fácilmente (perdón).
Entre el ruido de algún
motor casual, demasiado intenso y veloz como para llegar a
molestarnos, nos llegó el sonido de un acordeón y sentí ganas de
llorar. Me recordó a gente lejana como ese sonido, gente que tal vez
sea hoy feliz, o no - eso no me importó, sino regodearme en mi
amargura-. Habría preferido los ladridos de perros. Me preguntaste
por qué me sentía mal y fue automático. Lo supiste y lloraste, o
mejor, amagaste llorar, también, y sin que respondiera.
Nos fuimos más tristes
que nunca. Yo ni siquiera miré el mar. Intenté distraerme con unos
gatos adormecidos en una de las ventanas del molino, que cada tanto
cambiaban de postura, pero indefectiblemente terminaban por echarse y
volver al sueño. Ignoré el mar y la puesta de sol. Vos me ignorabas
a mí. Cuando llegamos a casa tomaste todas las píldoras que
encontraste. Yo encendí el televisor.