Ferrada
(Andrea Arismendi Miraballes)
Esta
historia me la contó mi padre y ocurrió hace unos cuantos años. Cuando él era
un niño vivía sobre la calle principal de Vergara, un pueblo ubicado al noreste,
en departamento de Treinta y Tres. En la
pensión, la única pensión del lugar, que quedaba al lado de su casa, habitaba
un hombre del cual se murmuraban siniestras anécdotas en relación a su pasado,
del que mucho no sabían esas mismas voces, excepto que había llegado una noche
en tren con lo imprescindible en una maleta que parecía de médico y que su
nombre era Rafael Ferrada. Solía sentarse a fumar en un banco de piedra en la
vereda y mi padre en el escalón de su casa. Casi juntos, a veces se miraban y
cruzaban unas pocas e intrascendentes palabras sobre el tiempo, el cielo, o
algún canto de ave. Una tardecita de verano a fines de la década de los
cincuenta, cuando todos aún dormían la siesta o estaban en el arroyo, le contó
un secreto que había guardado durante muchos años.
Ferrada
era un hombre entrado en años, o eso aparentaba, tal vez unos setenta o setenta
y cinco, o tal vez unos cincuenta muy mal llevados, que iban a la par de su
carácter difícil y su antipatía con cualquiera que quisiera acercársele
buscando charla en las vacías tardes de la pequeña ciudad casi rural. Había
sido un viajero que vendía artículos de farmacia y visitaba dentistas o médicos
particulares en los pueblos más apartados del interior del Uruguay. Era
oriundo, decía él esquivo, del departamento de Artigas, bastante lejos de donde
ahora vivía, aparentemente como jubilado desde que, según aseveró, tuvo que
huir, dejando pertenencias y a una hijita de unos ocho años, aunque ya no
recordaba exactamente la edad que esta tenía la última vez que la vio. Ferrada
había trabajado durante su juventud como enfermero en un hospital público, pero
tuvo la desgracia (eso afirmaba con resignación), de aceptar un empleo como
viajante para un laboratorio creyendo que así la economía familiar mejoraría.
Era un oficio sacrificado que además lo alejaba de su hija (Ferrada era viudo)
a quien dejaba al cuidado de su anciana madre, algo distraída por la edad, por
lo que siempre temía que algo le ocurriese en su ausencia. En el humilde barrio
donde tenía su casa, conseguida con sacrificio de pobre, a base de ahorro y de
hambre suya y de su esposa, también residían los hermanos Gutiérrez, tres
hombres peligrosos, aficionados al hurto, cuyas andanzas eran famosas en la
ciudad, aunque nadie se atrevía a enfrentarlos. Salvajes, osados, a nada
temían, al contrario, se sabía de muertes sin resolver de las que se jactaban y
algunas violaciones, además de un sinfín de hijos no reconocidos o reconocibles
ante la evidencia de sus semblantes grotescos. Eran de aspecto tosco, más
cercanos a un Neandertal que a un Homo Sapiens, pequeños y robustos, de mirada
maliciosa y peores intenciones.
-Me
la tenían jurada; desde que los encaré una noche de octubre, allá por los años
treinta y pico, me la tenían jurada-. La voz lenta de Ferrada y el humo de su
cigarro de tabaco se hicieron todo uno en la memoria de mi padre, confundidos
en un rostro blancuzco o grisáceo. Él, a pesar de ser un púber, se dio cuenta
de la gravedad de lo que le contaría inmediatamente solo por el notable cambio
en su entonación y mirada. Sin valor para alejarse, para no escuchar lo que iba
a oír, se quedó sentado junto a ese hombre que de pronto percibió como a un
animal asustado. El cabello se le erizó en la nuca y deseó que todo se
esfumara. Un hombre que nunca habla, una vez que comienza, no para. Los
ojos del viejo se clavaron oscuramente
en los suyos y comenzó a narrar.
En
una ocasión tuve que llevar a mi hija, a Amelita, a la casa de su abuela porque
tenía que viajar y mi esposa hacía un mes había muerto. Ella se quedaba con
nuestra hijita y cuidaba de la casa y de la nena como ninguna madre lo haría.
Era una mujer de lo más prolija, ordenada, cariñosa, buena. Pero se murió. Se
enfermó y en pocos días se me fue. Cuando mi mujer vivía teníamos bien claro
nuestro recorrido por el barrio, porque como todo el mundo, evitábamos agarrar
por el lado en que vivían los Gutiérrez, que además de ser molestos y metidos,
habían armado una especie de asentamiento donde tenían un harén de mujeres,
suegras, hijos, perros, y quién sabe qué más. Un quilombo. Los evitábamos como
a una peste, cualquiera en esa zona lo haría, porque dejarse ver por ellos era
como firmar un recibo que dijera “Te doy permiso para joderme hasta que te
canses”. Si te digo lo que eran… ¡Unos hijos de puta, eso eran, ellos, su
prole, y toda su familia! ¡Ojalá hayan reventado bien, todos juntos! Recuerdo
que tenía que irme, se me había hecho tarde y perdía el tren. Llevaba a la
nena, toda linda ella, con un bolsito rojo hecho por la mamá, a la casa de su
abuelita, y viendo la hora y la demora, resolví sin pensarlo mucho pasar por el
asentamiento, total, la calle es pública y yo estaba apremiado en esa
oportunidad. Por una vez no pasaría nada. Con la chiquita de la mano, casi sin
poner los pies en el suelo, me atreví a cruzar por allí para acortar camino.
Quedaba a dos cuadras de mi casa. Por el medio de la calle iba cuando veo que
comienza a salir gente de uno de los ranchos a menos de media cuadra. ¡La puta
madre! No pasa nada… Enseguida más, dos mujeres más de al lado. ¡Mierda! Bueno,
ya estoy jugado. De pronto apareció el más chico de los Gutiérrez, en
calzoncillos, con una camiseta mugrienta. Tendría unos veinticinco años
entonces. Alguno le avisó que andaba alguien por allí que parecía no
interpretar que el territorio estaba “marcado” por ellos. Me miró, se dio
vuelta y llamó a otro. Aparecieron unas greñas amarronadas y una barba larga y
polvorienta. Era la bestia mayor. Solamente me faltaba uno para estar en líos.
Pasé sin girar la cabeza. Una piedra golpeó a pocos centímetros de mis pies.
Luego otras cayeron como lluvia. Ellos y sus niños reían y practicaban ese juego mortal. Las
mujeres me insultaban como nunca oí a nadie. Les grite, los increpé, los
amenacé, mientras me llevaba a Amelita en brazos, ya trotando, con el corazón
golpeándome por todo el cuerpo. Las pedradas nos lastimaron a los dos, a mí en
la cabeza y el cuerpo, a mi hijita en la cara, pobrecita. No tenía tiempo de
denunciarlos en la comisaría; el trabajo, ¿viste?, pero pensé durante todo el
día y los siguientes en mil formas de hacerles daño. Me provocaron un temor tan
recóndito que por dos días sentí dolores en el pecho y me costaba respirar.
Hasta que ese odio se disipó como una niebla pero el recuerdo seguía ahí. Una
especie de dolor en el corazón que se despertaba de pensar nomás. Vos no sabés
cómo es, nunca lo has sentido, pero botija, es una certeza terrible de que hay
algo irremediable, algo que se cura solo con la venganza, la más atroz, aunque
uno sabe que eso trae complicaciones legales más que morales y no actúa al
final, se resigna a ser un infeliz atormentado por la cobardía, por el
resentimiento.
Transcurrieron
los días, yo regresé al hogar. Las noches insomnes las pasaba leyendo porque
extrañaba a mi esposa en la cama. Tenía una cocina que daba a la calle y allí
me sentaba a la luz de unas velas a leer durante horas. Una de esas noches me
di cuenta: había algo tras la ventana, algo afuera, como un humano o un gorila;
qué sé yo qué pensé. Se me rompió algo adentro. Pensé en fantasmas y todo. Pero
al observar mejor la sombra se replegó y se fue. Apagué las velas desesperado y
miré hacia afuera. En la acera de enfrente, observándome, como un bicho de ojos
brillantes y melena desgreñada, estaba uno de ellos. Le vi el gesto maligno, te
juro que estaba riéndose. Miró a su derecha y se fue. Me estaba desafiando. Y el
desafío duró días. Cada noche me confinaba en mi refugio tras la cortina de la
cocina mientras se repetía la rutina. Alguno de ellos se paraba frente a mi
casa, quieto como momia, mientras me vigilaba desde las tinieblas, amenazante
siempre.
Unas
semanas más tarde del primer episodio tenía que volver a viajar y mis
recorridos podrían llevarme días. Pasé los momentos de mayor ansiedad pensando
si esos brutos conocerían la casa de mi madre, la escuela de la niña, si
estarían ellas bien en mi ausencia, si la persecución sería diurna también,
aunque yo no lo notara. Así que una noche, desesperado por esa angustia, salí
gritando a uno de ellos que hacía unas horas estaba inmóvil en las tinieblas.
“¡Hijo de puta! ¡Hijo de re mil putas! ¿Qué mierda querés?” Pero no hizo nada,
de pronto se agachó, juntó una piedra y me la arrojó para salir disparando como
un diablo incinerándose. Se me partía el pecho. Se me partía. Un hilito, mi
pecho… A las cinco de la mañana agarré a mi hija, así, dormidita, y me la llevé
en brazos hasta la comisaría. Me tomaron los datos y me dijeron que no era nada
grave, que si seguían molestando hablarían con ellos. Yo me enojé mucho. Me
prometieron hablarles, advertirles. Esa noche no dormimos en casa. Al otro día,
con un terror desconocido, nuevo, regresé y encontré todo revuelto. La puerta
del fondo abierta. La heladera abierta. La ropa en el suelo. Cagaron en la cama
de Amelita. Se comieron todo y robaron reservas que tenía de arroz y fideos.
¡Qué rabia! Otra vez a la comisaría sin muchas posibilidades de lograr nada.
Revisaron mi casa y me dijeron que “no había pruebas”… ¡Pruebas! ¡La puta que
los parió!
Otra
vez fue una noche interminable. Estaban ahí, afuera. Sentía los murmullos, las
pisadas y luego, cerca del amanecer, las pedradas en los vidrios.
Rafael
encendió su cigarro de tabaco y quedó mirando el vacío por largo rato. Fumando
agitado, casi parecía que el pasado desfilaba por los cuadrados de las baldosas
de la vereda y él lo iba midiendo, calculando, memorizando de nuevo. Luego miró
a mi padre, reconociéndolo, recordando dónde había quedado.
La
siguiente noche igual. Hasta que llegó el día en que tenía que irme. Pasé mal,
claro. No sabía si estaría ahí, al regreso, la única posesión que tenía. Lo
único que podía brindarle a mi nena, una casa, pobre, pero un hogar, algo que
ella pudiera sentir como suyo. Y fue lo mismo otra vez. La heladera abierta,
quién sabe desde cuándo. Restos de comida esparcidos, putrefactos algunos. Las
llaves del agua también abiertas. Se robaron mis recuerdos, los recuerdos de mi
esposa. Quemaron con un cigarro la foto del casamiento que estaba sobre el
respaldo de la cama. Se limpiaron su mugre en mis sábanas. La policía me dijo
que les darían aviso e intentarían interrogarlos sobre el asunto, pero que aún
“no había pruebas”. Además me sugirieron que no fuera tonto y que no me
enemistara con mis vecinos. Llegaron a decirme que averiguarían sobre mi
comportamiento en el barrio. Se burlaron reclamándome que no me alcoholizara,
que no me buscara enemigos. ¡Imbéciles!
Aguanté,
botija, mirá que aguanté. Pasé cuatro días más siendo vigilado, escrutado por
esos proyectos de seres humanos, agredido de noche por los mayores que
intentaban destruir lo poco de cordura que me quedaba, sintiendo los aullidos
de las hembras que pasaban corriendo frente a mi casa, y durante el día
atosigado por los niños que incluso me prendieron fuego el arbolito que tenía
en la entrada. Hasta que en un momento no pude respirar más. No había espacio
en mis pulmones para el oxígeno. Se me hizo chiquito el pecho, dolió. Me
temblaba el abdomen. Me dolía la garganta. Cuatro días y me fui a Rocha. ¿Conocés
Rocha? Lindo… Bueno, ahí tenía como dieciséis o veinte clientes, porque es una
ciudad grande, así que podía quedarme bastante descansando de la otra realidad.
Hay un café frente a la plaza del centro, ahora no recuerdo su nombre, ahí leí
en el diario que nueve miembros de una familia habían muerto envenenados en un
barrio humilde de Artigas. Tres hombres mayores de edad, con profusos
antecedentes penales, cuatro mujeres, también con extenso prontuario, y dos
niños, ligados por parentesco a estos. Primero fue como un golpe con eco en
todo el cuerpo, un choque eléctrico que me dejó sin aire; se me durmieron los
dos brazos. Luego, de pronto, la calma absoluta. La sonrisa feliz del vencedor,
el ansia por no tener a quién contarle. Miré a mi alrededor a ver si alguien me
observaba o si había actuado tan raro como para llamar la atención. Nada… El
oxígeno por fin salió. Ninguno murió adentro, claro. Pero nunca más volví. Mi
madre me vendió la casa y se ocupó de criarme a la nena. La poca plata que sacó
me la envió por encomienda entre unas ropas y fotos. Ella hace años falleció.
Mi hija debe ser grande ya, tal vez hasta nietos tengo, ¿quién sabe? Les dejé
una torta de regalo en la heladera. Una hermosa torta que me costó bastante
plata. Ni en los cumpleaños de mi hija había comprado una igual. Decía el
periódico que dos murieron en la calle, agarrándose el cuello y vomitando ante
los vecinos. ¿Sabés que la rata no distingue una gragea dulce del veneno en
granos? Qué lindo fue imaginarlos. Los había matado tantas veces ya antes…
Ferrada
sonrió con ganas y exhaló el humo tosiendo. De pronto regresó al presente y
miró con ojos satisfechos. – De esto no digas nada a nadie, por lo menos hasta
que yo esté muerto, ¿entendés?- le dijo a mi padre en tono risueño, bajito, acercando
la cara a la de él. Una semana más tarde un infarto se lo llevó. El hilito en
el pecho por fin se había cortado.
Un día de lluvia intensa, a la hora de la
siesta de verano, me lo contó casi con el mismo miedo con que entonces escuchó,
asombrado. Parecía que el recuerdo de aquel hombre aún lo juzgaba desde un
furtivo lugar de su pasado y ya comenzaba a parecerse más a las ficciones de un
viejo.
(Del libro de cuentos Cuando eso acecha)