martes, 29 de agosto de 2017

Este cuento ganó un tercer premio en narrativa. Dejo una versión nueva y divergente de la original, aunque conservo el título y los personajes.


Al Amanecer
(Andrea Arismendi Miraballes)



            Era lo más cercano a una ciudad que había conocido. Para ella, que siempre había vivido aislada entre pitangueros, ombúes, talas  y animales salvajes, el pueblo era el mundo.
No sé bien decir dónde queda. No recuerdo cómo se llamaba y por más que trato de ubicarlo en el mapa, no aparece. Los años, sin duda, son selectivos y la memoria se vuelve una pasta sin tiempo ni lugar. Ella era silvestre como aquellos ratones que una vez encontró en un nido abandonado (seguro, la mamá ratona habría sido cazada por algún otro bicho, más grande e incapaz de valorar el infortunio de sus hijitos) y que Norma, su madre, luego de unos días, ahogó en un balde rebosante de agua porque sostenía que se iban a morir de hambre igual. Juanita no supo qué hacer para defenderlos. Algo tan trivial hizo que el odio a su progenitora se extendiera durante dos décadas hasta que decidió, en un arranque de cordura, empezar a perdonarla y considerar que, tal vez, ella también formaba parte de esa injusta y enmarañada cadena donde el más grande aplasta al más pequeño. Su mamá había tenido tanta fuerza como para arrancarle los seis ratones de las manos que ella guardaba delicadamente en una cajita con recortes de algodón y trapitos, abrigándolos, protegiéndolos de la vida misma. Los había metido de uno en uno en un bollón y los llevó hasta el balde repleto de agua. Allí lo hundió hasta que dejaron de moverse. Juana presenció la muerte, la primera muerte, con los ojos inundados en lágrimas y un suspiro que terminaba en gemido, el mismo que acarreaba con pesadumbre hasta el presente. El dolor demoró en curarse. La imagen jamás se borró. Tenía ocho años entonces. Ese aprendizaje fue el primero y más terrible sobre las injusticias de la vida. Tal vez fue lo único que aprendió de ella, pues se crió casi sola en aquel paraje lleno de misterios y peligros.
Cuando tuvo contacto con el pueblo, siendo ya una adolescente, fue para trabajar. Así cargaba cajones repletos de frutas y de verduras, como limpiaba los pisos y mostradores del único almacén en kilómetros a la redonda. Cuando fui hasta allí atravesé innumerables caminos deshabitados y polvorientos. Tenía como misión historiar, registrar con detalle los recientes acontecimientos y elaborar un perfil psicológico de Juana. La primera vez que la vi creí entender la causa por la que su comportamiento era considerado anómalo entre los habitantes del lugar. Era una muchacha desgreñada e infeliz, de esas que transmiten su tristeza al mirarlas simplemente una vez. En el momento en que llegué me dirigí a la comisaría. Pereira, el comisario, me atendió un poco nervioso, pues poco contacto tenía con gente de “afuera”, según su uso metafórico del lenguaje para clasificarme entre el pequeño grupo de gente que se encontraba en la población. De hecho, visto a la distancia, no fui para nada bien recibida. En fin, no fui recibida directamente; cuando bajé del ómnibus, al que llamaban “de camino”, nadie me esperaba. El lugar constaba de cuatro manzanas de casas dispersas, un almacén, una iglesia notablemente deteriorada y una comisaría, además de una oficina pública cuya función no comprendí ni tampoco intenté discernir. El bar era una roñosa construcción que parecía sacada de alguna pesadilla consistente en mugre y cucarachas. Jamás pude ni tomar un café allí -el único que pedí me lo sirvieron frío y aguado-. Pasé unas cuantas horas sentada observando el casi nulo movimiento a través de sus vidrios sucios y astillados. Nada ocurría; menos estando yo allí enclavada, con ojos interrogantes ante todo el que pasaba. Mi aparición sirvió solamente para espantar a los pobladores, para hacer que sus rutinas cambiaran, tanto que creo que aquel café nauseabundo era una excusa del dueño del bar para que no volviera y le echara a sus clientes que temían un cuestionario. Las pintorescas gentes del interior ven a todo visitante con escozor y desconfianza. Pensé, casi riéndome, que son como esos perros que atacan entre el temor y la furia a las máquinas, incapaces de comprender que no hay manera de que estas se conmuevan.
La amabilidad de Pereira se restringió a prestarme un rincón de su oficina para dormir allí en una especie de catre (digo especie, porque aquello había sido en tiempos mejores un catre, pero las décadas lo habían estragado tanto que a esa altura era más cómodo tirarse en el suelo: queda sobreentendido que nadie quiso cederme un lugar en su hogar). Esa situación sirvió para que entrara en contacto de forma más inmediata, más espontánea, con la única residente de la prisión, Juana, sobre quien pronto debía trabajar si no quería que la llegada del juez y su traslado a una penitenciaría capitalina perjudicaran mi entrevista y conclusiones.
Un lunes, a las cuatro am, Juana se levantó como todos los días -excepto los domingos en que simplemente se dirigía al arroyo a pescar-, y se preparó su mate con yuyos en una negruzca caldera tiznada por las décadas de fogata. Dormía con su madre en la misma habitación de paredes de barro, repleta de insectos en verano. Era marzo, un mes especialmente caluroso en aquel tiempo en que todo ocurrió. Tenía 28 años y, si bien nunca supo claramente cuál era la fecha correcta de su nacimiento, se contentaba con saber que al menos tenía una cédula de identidad con la única foto de su rostro, donde figuraba una posible certeza sobre ese día, así como sus dos apellidos, con los cuales se sentía satisfecha porque no todos en el pueblo los tenían. Su padre murió cuando ella tenía diez años (fue la segunda vez que vio un muerto), aplastado por un árbol del monte que -según Juana declaró con certeza- se había vengado de todos los años de leñador que aquel cargaba. Claro, ella pensaba que todo lo que veía y conocía tenía conciencia, sentimientos, voluntad, argumento que no me pareció pertinente contradecir ya que no creí que fuera capaz de entender mis razones.
Ese día, fue a la hora habitual caminando hacia el pueblo que quedaba aproximadamente a cuatro kilómetros de su hogar, distancia acortada cada día al cruzar los montes que lo rodeaban. Tal vez- decía ella- fueran apenas las cinco pasadas cuando sintió voces en la penumbra de árboles. Algunas voces conocidas, escuchadas, pero sin rostro, en el diario mirar al suelo y a la escoba en el almacén. Eran voces masculinas que sonaban grotescas en ese lugar tan silencioso. Por inercia, por costumbre, bajó su rostro y miró el suelo húmedo de la tierra. Lo siguiente en su memoria fueron tres, cuatro o cinco voces y figuras casi fantasmales que la atacaron rodeándola e insultándola sin que ella comprendiera por qué. Todo pasó con rapidez, con violencia. Recordó haberse acercado a la vera del arroyo a lavar sus heridas. Le llamó la atención aquello que denominó como “un dolor abajo”, punzante por segundos. No supo qué debía hacer a continuación. Volvió a su casa y se cambió. Su madre, al verla malherida, lloriqueando, con las humildes ropas enlodadas y destrozadas, atinó a decirle “puta”. Eso fue todo lo que escuchó ese día. El fino sondeo de las dos dueñas del almacén, las hermanas López, no logró quitarle una sola palabra; para ella sus voces fueron solo un zumbido constante, sin forma, sin sentido.
Meses más tarde su embarazo se hizo evidente. Con él también crecieron las sospechas de todo el pueblo. Ya no sabían a quién mirar como responsable de la situación y, además, intuían lo que podría haberle ocurrido a la pobre Juana sin atreverse casi a levantar la voz para comentarlo públicamente. Norma se convirtió en un infierno para su hija. La acosaba insultándola, repelándola, llenándole la barriga de golpes. Le gritaba permanentemente advirtiéndole sobre el fatídico futuro de ese niño. La noche en que sobrevino el parto, Juana se marchó sola entre los mismos árboles donde antes había sido violada. Se escondió de su propia madre que no dejaba de denigrarla y parió, casi en silencio, en la oscuridad. Estaba aterrada. Cuando aquella vez, en medio de las agresiones de los grotescos cuerpos enormes, rudimentarios, logró evadirse de la realidad fue porque vislumbró algo pequeñísimo, silvestre, libre, que la miraba con una belleza infinita e incomprensible. No sabía qué era pero fue la primera vez que vio algo cercano a la belleza, y, aunque supo que era una percepción de su imaginación, creyó ciegamente en que eso sería algo que viviría en ella para siempre.
Al amanecer envolvió en sus propias ropas al bebé. No había llorado pero estaba despierto. Había nacido con el silencio y la resignación de su mamá. Era suyo; algo único y valioso. Lo protegió entre las sombras de los árboles. Desnuda y dolorida, comenzó a moverse agazapada en la penumbra. No sabía si había algo en su mente en ese momento. No sabía qué hacer. Fue intuitiva al actuar. Mientras tomaba mis notas no pude reprimir un asomo de llanto en mi mirada. Ya no quise verla directamente al rostro, la molestia inicial por tener que estar entre esa clase de personas a quienes estimé en muy poco desde mi llegada se tornó en una empatía y tristeza absolutas. Su mente no parecía evaluar un tamiz que le hiciera sopesar lo correcto y lo equivocado. No falló. En menos de un minuto tenía a su madre por el cuello en medio de la corriente del arroyo adonde la arrastró con violencia tomándola del cabello. Veía su rostro bajo la ondulación del agua y sentía el frío punzante filtrársele en la piel. Los ratoncitos aparecieron frente a ella. “Se iban a morir igual”,  decía Norma. “Se va a morir igual”, le había dicho hacía unos días en medio de una crisis de furia y golpes. El perdón le llegó a Juana en ese preciso instante en que las últimas burbujas de aire salían de la boca de su madre y sus manos empezaban a aflojarse perdiendo fuerza –esa fue la tercera vez que vio a un muerto-. No supo explicar cómo era posible haber pasado veinte años sin olvidar aquella primera experiencia de muerte, pero sintió que había aprendido algo inasible en palabras. Un aprendizaje que entendía, ahora, para qué había guardado inalterable en su mente. Agradeció a su madre despidiéndola con un beso húmedo y congelado.


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