martes, 29 de agosto de 2017

Ferrada

Ferrada es el cuento que inició mi interés por escribir narrativa realista. A falta de una categoría más acertada, llamé "realismo delirante" a este estilo, por intentar plasmar en él la perspectiva interior y dudosamente objetiva de los narradores, por lo general personas comunes que se sienten incapaces de vencer las circunstancias a las que se ven sometidas pero a la vez, forzadas a solucionarlas o cambiarlas.

Comparto y acepto comentarios, como siempre.



Ferrada
(Andrea Arismendi Miraballes)

            Esta historia me la contó mi padre y ocurrió hace unos cuantos años. Cuando él era un niño vivía sobre la calle principal de Vergara, un pueblo ubicado al noreste, en  departamento de Treinta y Tres. En la pensión, la única pensión del lugar, que quedaba al lado de su casa, habitaba un hombre del cual se murmuraban siniestras anécdotas en relación a su pasado, del que mucho no sabían esas mismas voces, excepto que había llegado una noche en tren con lo imprescindible en una maleta que parecía de médico y que su nombre era Rafael Ferrada. Solía sentarse a fumar en un banco de piedra en la vereda y mi padre en el escalón de su casa. Casi juntos, a veces se miraban y cruzaban unas pocas e intrascendentes palabras sobre el tiempo, el cielo, o algún canto de ave. Una tardecita de verano a fines de la década de los cincuenta, cuando todos aún dormían la siesta o estaban en el arroyo, le contó un secreto que había guardado durante muchos años.
            Ferrada era un hombre entrado en años, o eso aparentaba, tal vez unos setenta o setenta y cinco, o tal vez unos cincuenta muy mal llevados, que iban a la par de su carácter difícil y su antipatía con cualquiera que quisiera acercársele buscando charla en las vacías tardes de la pequeña ciudad casi rural. Había sido un viajero que vendía artículos de farmacia y visitaba dentistas o médicos particulares en los pueblos más apartados del interior del Uruguay. Era oriundo, decía él esquivo, del departamento de Artigas, bastante lejos de donde ahora vivía, aparentemente como jubilado desde que, según aseveró, tuvo que huir, dejando pertenencias y a una hijita de unos ocho años, aunque ya no recordaba exactamente la edad que esta tenía la última vez que la vio. Ferrada había trabajado durante su juventud como enfermero en un hospital público, pero tuvo la desgracia (eso afirmaba con resignación), de aceptar un empleo como viajante para un laboratorio creyendo que así la economía familiar mejoraría. Era un oficio sacrificado que además lo alejaba de su hija (Ferrada era viudo) a quien dejaba al cuidado de su anciana madre, algo distraída por la edad, por lo que siempre temía que algo le ocurriese en su ausencia. En el humilde barrio donde tenía su casa, conseguida con sacrificio de pobre, a base de ahorro y de hambre suya y de su esposa, también residían los hermanos Gutiérrez, tres hombres peligrosos, aficionados al hurto, cuyas andanzas eran famosas en la ciudad, aunque nadie se atrevía a enfrentarlos. Salvajes, osados, a nada temían, al contrario, se sabía de muertes sin resolver de las que se jactaban y algunas violaciones, además de un sinfín de hijos no reconocidos o reconocibles ante la evidencia de sus semblantes grotescos. Eran de aspecto tosco, más cercanos a un Neandertal que a un Homo Sapiens, pequeños y robustos, de mirada maliciosa y peores intenciones.
            -Me la tenían jurada; desde que los encaré una noche de octubre, allá por los años treinta y pico, me la tenían jurada-. La voz lenta de Ferrada y el humo de su cigarro de tabaco se hicieron todo uno en la memoria de mi padre, confundidos en un rostro blancuzco o grisáceo. Él, a pesar de ser un púber, se dio cuenta de la gravedad de lo que le contaría inmediatamente solo por el notable cambio en su entonación y mirada. Sin valor para alejarse, para no escuchar lo que iba a oír, se quedó sentado junto a ese hombre que de pronto percibió como a un animal asustado. El cabello se le erizó en la nuca y deseó que todo se esfumara. Un hombre que nunca habla, una vez que comienza, no para. Los ojos  del viejo se clavaron oscuramente en los suyos y comenzó a narrar.
            En una ocasión tuve que llevar a mi hija, a Amelita, a la casa de su abuela porque tenía que viajar y mi esposa hacía un mes había muerto. Ella se quedaba con nuestra hijita y cuidaba de la casa y de la nena como ninguna madre lo haría. Era una mujer de lo más prolija, ordenada, cariñosa, buena. Pero se murió. Se enfermó y en pocos días se me fue. Cuando mi mujer vivía teníamos bien claro nuestro recorrido por el barrio, porque como todo el mundo, evitábamos agarrar por el lado en que vivían los Gutiérrez, que además de ser molestos y metidos, habían armado una especie de asentamiento donde tenían un harén de mujeres, suegras, hijos, perros, y quién sabe qué más. Un quilombo. Los evitábamos como a una peste, cualquiera en esa zona lo haría, porque dejarse ver por ellos era como firmar un recibo que dijera “Te doy permiso para joderme hasta que te canses”. Si te digo lo que eran… ¡Unos hijos de puta, eso eran, ellos, su prole, y toda su familia! ¡Ojalá hayan reventado bien, todos juntos! Recuerdo que tenía que irme, se me había hecho tarde y perdía el tren. Llevaba a la nena, toda linda ella, con un bolsito rojo hecho por la mamá, a la casa de su abuelita, y viendo la hora y la demora, resolví sin pensarlo mucho pasar por el asentamiento, total, la calle es pública y yo estaba apremiado en esa oportunidad. Por una vez no pasaría nada. Con la chiquita de la mano, casi sin poner los pies en el suelo, me atreví a cruzar por allí para acortar camino. Quedaba a dos cuadras de mi casa. Por el medio de la calle iba cuando veo que comienza a salir gente de uno de los ranchos a menos de media cuadra. ¡La puta madre! No pasa nada… Enseguida más, dos mujeres más de al lado. ¡Mierda! Bueno, ya estoy jugado. De pronto apareció el más chico de los Gutiérrez, en calzoncillos, con una camiseta mugrienta. Tendría unos veinticinco años entonces. Alguno le avisó que andaba alguien por allí que parecía no interpretar que el territorio estaba “marcado” por ellos. Me miró, se dio vuelta y llamó a otro. Aparecieron unas greñas amarronadas y una barba larga y polvorienta. Era la bestia mayor. Solamente me faltaba uno para estar en líos. Pasé sin girar la cabeza. Una piedra golpeó a pocos centímetros de mis pies. Luego otras cayeron como lluvia. Ellos y sus niños  reían y practicaban ese juego mortal. Las mujeres me insultaban como nunca oí a nadie. Les grite, los increpé, los amenacé, mientras me llevaba a Amelita en brazos, ya trotando, con el corazón golpeándome por todo el cuerpo. Las pedradas nos lastimaron a los dos, a mí en la cabeza y el cuerpo, a mi hijita en la cara, pobrecita. No tenía tiempo de denunciarlos en la comisaría; el trabajo, ¿viste?, pero pensé durante todo el día y los siguientes en mil formas de hacerles daño. Me provocaron un temor tan recóndito que por dos días sentí dolores en el pecho y me costaba respirar. Hasta que ese odio se disipó como una niebla pero el recuerdo seguía ahí. Una especie de dolor en el corazón que se despertaba de pensar nomás. Vos no sabés cómo es, nunca lo has sentido, pero botija, es una certeza terrible de que hay algo irremediable, algo que se cura solo con la venganza, la más atroz, aunque uno sabe que eso trae complicaciones legales más que morales y no actúa al final, se resigna a ser un infeliz atormentado por la cobardía, por el resentimiento.
            Transcurrieron los días, yo regresé al hogar. Las noches insomnes las pasaba leyendo porque extrañaba a mi esposa en la cama. Tenía una cocina que daba a la calle y allí me sentaba a la luz de unas velas a leer durante horas. Una de esas noches me di cuenta: había algo tras la ventana, algo afuera, como un humano o un gorila; qué sé yo qué pensé. Se me rompió algo adentro. Pensé en fantasmas y todo. Pero al observar mejor la sombra se replegó y se fue. Apagué las velas desesperado y miré hacia afuera. En la acera de enfrente, observándome, como un bicho de ojos brillantes y melena desgreñada, estaba uno de ellos. Le vi el gesto maligno, te juro que estaba riéndose. Miró a su derecha y se fue. Me estaba desafiando. Y el desafío duró días. Cada noche me confinaba en mi refugio tras la cortina de la cocina mientras se repetía la rutina. Alguno de ellos se paraba frente a mi casa, quieto como momia, mientras me vigilaba desde las tinieblas, amenazante siempre.
            Unas semanas más tarde del primer episodio tenía que volver a viajar y mis recorridos podrían llevarme días. Pasé los momentos de mayor ansiedad pensando si esos brutos conocerían la casa de mi madre, la escuela de la niña, si estarían ellas bien en mi ausencia, si la persecución sería diurna también, aunque yo no lo notara. Así que una noche, desesperado por esa angustia, salí gritando a uno de ellos que hacía unas horas estaba inmóvil en las tinieblas. “¡Hijo de puta! ¡Hijo de re mil putas! ¿Qué mierda querés?” Pero no hizo nada, de pronto se agachó, juntó una piedra y me la arrojó para salir disparando como un diablo incinerándose. Se me partía el pecho. Se me partía. Un hilito, mi pecho… A las cinco de la mañana agarré a mi hija, así, dormidita, y me la llevé en brazos hasta la comisaría. Me tomaron los datos y me dijeron que no era nada grave, que si seguían molestando hablarían con ellos. Yo me enojé mucho. Me prometieron hablarles, advertirles. Esa noche no dormimos en casa. Al otro día, con un terror desconocido, nuevo, regresé y encontré todo revuelto. La puerta del fondo abierta. La heladera abierta. La ropa en el suelo. Cagaron en la cama de Amelita. Se comieron todo y robaron reservas que tenía de arroz y fideos. ¡Qué rabia! Otra vez a la comisaría sin muchas posibilidades de lograr nada. Revisaron mi casa y me dijeron que “no había pruebas”… ¡Pruebas! ¡La puta que los parió!
            Otra vez fue una noche interminable. Estaban ahí, afuera. Sentía los murmullos, las pisadas y luego, cerca del amanecer, las pedradas en los vidrios.
            Rafael encendió su cigarro de tabaco y quedó mirando el vacío por largo rato. Fumando agitado, casi parecía que el pasado desfilaba por los cuadrados de las baldosas de la vereda y él lo iba midiendo, calculando, memorizando de nuevo. Luego miró a mi padre, reconociéndolo, recordando dónde había quedado.
            La siguiente noche igual. Hasta que llegó el día en que tenía que irme. Pasé mal, claro. No sabía si estaría ahí, al regreso, la única posesión que tenía. Lo único que podía brindarle a mi nena, una casa, pobre, pero un hogar, algo que ella pudiera sentir como suyo. Y fue lo mismo otra vez. La heladera abierta, quién sabe desde cuándo. Restos de comida esparcidos, putrefactos algunos. Las llaves del agua también abiertas. Se robaron mis recuerdos, los recuerdos de mi esposa. Quemaron con un cigarro la foto del casamiento que estaba sobre el respaldo de la cama. Se limpiaron su mugre en mis sábanas. La policía me dijo que les darían aviso e intentarían interrogarlos sobre el asunto, pero que aún “no había pruebas”. Además me sugirieron que no fuera tonto y que no me enemistara con mis vecinos. Llegaron a decirme que averiguarían sobre mi comportamiento en el barrio. Se burlaron reclamándome que no me alcoholizara, que no me buscara enemigos. ¡Imbéciles!
            Aguanté, botija, mirá que aguanté. Pasé cuatro días más siendo vigilado, escrutado por esos proyectos de seres humanos, agredido de noche por los mayores que intentaban destruir lo poco de cordura que me quedaba, sintiendo los aullidos de las hembras que pasaban corriendo frente a mi casa, y durante el día atosigado por los niños que incluso me prendieron fuego el arbolito que tenía en la entrada. Hasta que en un momento no pude respirar más. No había espacio en mis pulmones para el oxígeno. Se me hizo chiquito el pecho, dolió. Me temblaba el abdomen. Me dolía la garganta. Cuatro días y me fui a Rocha. ¿Conocés Rocha? Lindo… Bueno, ahí tenía como dieciséis o veinte clientes, porque es una ciudad grande, así que podía quedarme bastante descansando de la otra realidad. Hay un café frente a la plaza del centro, ahora no recuerdo su nombre, ahí leí en el diario que nueve miembros de una familia habían muerto envenenados en un barrio humilde de Artigas. Tres hombres mayores de edad, con profusos antecedentes penales, cuatro mujeres, también con extenso prontuario, y dos niños, ligados por parentesco a estos. Primero fue como un golpe con eco en todo el cuerpo, un choque eléctrico que me dejó sin aire; se me durmieron los dos brazos. Luego, de pronto, la calma absoluta. La sonrisa feliz del vencedor, el ansia por no tener a quién contarle. Miré a mi alrededor a ver si alguien me observaba o si había actuado tan raro como para llamar la atención. Nada… El oxígeno por fin salió. Ninguno murió adentro, claro. Pero nunca más volví. Mi madre me vendió la casa y se ocupó de criarme a la nena. La poca plata que sacó me la envió por encomienda entre unas ropas y fotos. Ella hace años falleció. Mi hija debe ser grande ya, tal vez hasta nietos tengo, ¿quién sabe? Les dejé una torta de regalo en la heladera. Una hermosa torta que me costó bastante plata. Ni en los cumpleaños de mi hija había comprado una igual. Decía el periódico que dos murieron en la calle, agarrándose el cuello y vomitando ante los vecinos. ¿Sabés que la rata no distingue una gragea dulce del veneno en granos? Qué lindo fue imaginarlos. Los había matado tantas veces ya antes…
            Ferrada sonrió con ganas y exhaló el humo tosiendo. De pronto regresó al presente y miró con ojos satisfechos. – De esto no digas nada a nadie, por lo menos hasta que yo esté muerto, ¿entendés?- le dijo a mi padre en tono risueño, bajito, acercando la cara a la de él. Una semana más tarde un infarto se lo llevó. El hilito en el pecho por fin se había cortado.
Un día de lluvia intensa, a la hora de la siesta de verano, me lo contó casi con el mismo miedo con que entonces escuchó, asombrado. Parecía que el recuerdo de aquel hombre aún lo juzgaba desde un furtivo lugar de su pasado y ya comenzaba a parecerse más a las ficciones de un viejo.
 (Del libro de cuentos Cuando eso acecha)


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