martes, 19 de septiembre de 2017

Antología de narradores uruguayos



En breve se presenta esta excelente colección de escritores uruguayos editada por Irrupciones.
Desde ya se pueden reservar ejemplares a generoriental@gmail.com

Por ahí estamos con un cuento de terror realista. Disfruten!


miércoles, 30 de agosto de 2017

Detalle de los bosques en imágenes


Cuando le mostré al fotógrafo Andrés Gorosito López la primera versión del poema Detalle de los bosques surgió la idea de acompañar el texto con imágenes. Esa fue nuestra primera experiencia en conjunto trabajando sobre un proyecto que continuamos actualmente con otras creaciones.
Dejo aquí un enlace para poder ver las fotografías que acompañan cada presentación del libro y cada taller que hemos planificado en torno a él.





http://viajesvirajes.wixsite.com/andresgorositolopez

martes, 29 de agosto de 2017

Ferrada

Ferrada es el cuento que inició mi interés por escribir narrativa realista. A falta de una categoría más acertada, llamé "realismo delirante" a este estilo, por intentar plasmar en él la perspectiva interior y dudosamente objetiva de los narradores, por lo general personas comunes que se sienten incapaces de vencer las circunstancias a las que se ven sometidas pero a la vez, forzadas a solucionarlas o cambiarlas.

Comparto y acepto comentarios, como siempre.



Ferrada
(Andrea Arismendi Miraballes)

            Esta historia me la contó mi padre y ocurrió hace unos cuantos años. Cuando él era un niño vivía sobre la calle principal de Vergara, un pueblo ubicado al noreste, en  departamento de Treinta y Tres. En la pensión, la única pensión del lugar, que quedaba al lado de su casa, habitaba un hombre del cual se murmuraban siniestras anécdotas en relación a su pasado, del que mucho no sabían esas mismas voces, excepto que había llegado una noche en tren con lo imprescindible en una maleta que parecía de médico y que su nombre era Rafael Ferrada. Solía sentarse a fumar en un banco de piedra en la vereda y mi padre en el escalón de su casa. Casi juntos, a veces se miraban y cruzaban unas pocas e intrascendentes palabras sobre el tiempo, el cielo, o algún canto de ave. Una tardecita de verano a fines de la década de los cincuenta, cuando todos aún dormían la siesta o estaban en el arroyo, le contó un secreto que había guardado durante muchos años.
            Ferrada era un hombre entrado en años, o eso aparentaba, tal vez unos setenta o setenta y cinco, o tal vez unos cincuenta muy mal llevados, que iban a la par de su carácter difícil y su antipatía con cualquiera que quisiera acercársele buscando charla en las vacías tardes de la pequeña ciudad casi rural. Había sido un viajero que vendía artículos de farmacia y visitaba dentistas o médicos particulares en los pueblos más apartados del interior del Uruguay. Era oriundo, decía él esquivo, del departamento de Artigas, bastante lejos de donde ahora vivía, aparentemente como jubilado desde que, según aseveró, tuvo que huir, dejando pertenencias y a una hijita de unos ocho años, aunque ya no recordaba exactamente la edad que esta tenía la última vez que la vio. Ferrada había trabajado durante su juventud como enfermero en un hospital público, pero tuvo la desgracia (eso afirmaba con resignación), de aceptar un empleo como viajante para un laboratorio creyendo que así la economía familiar mejoraría. Era un oficio sacrificado que además lo alejaba de su hija (Ferrada era viudo) a quien dejaba al cuidado de su anciana madre, algo distraída por la edad, por lo que siempre temía que algo le ocurriese en su ausencia. En el humilde barrio donde tenía su casa, conseguida con sacrificio de pobre, a base de ahorro y de hambre suya y de su esposa, también residían los hermanos Gutiérrez, tres hombres peligrosos, aficionados al hurto, cuyas andanzas eran famosas en la ciudad, aunque nadie se atrevía a enfrentarlos. Salvajes, osados, a nada temían, al contrario, se sabía de muertes sin resolver de las que se jactaban y algunas violaciones, además de un sinfín de hijos no reconocidos o reconocibles ante la evidencia de sus semblantes grotescos. Eran de aspecto tosco, más cercanos a un Neandertal que a un Homo Sapiens, pequeños y robustos, de mirada maliciosa y peores intenciones.
            -Me la tenían jurada; desde que los encaré una noche de octubre, allá por los años treinta y pico, me la tenían jurada-. La voz lenta de Ferrada y el humo de su cigarro de tabaco se hicieron todo uno en la memoria de mi padre, confundidos en un rostro blancuzco o grisáceo. Él, a pesar de ser un púber, se dio cuenta de la gravedad de lo que le contaría inmediatamente solo por el notable cambio en su entonación y mirada. Sin valor para alejarse, para no escuchar lo que iba a oír, se quedó sentado junto a ese hombre que de pronto percibió como a un animal asustado. El cabello se le erizó en la nuca y deseó que todo se esfumara. Un hombre que nunca habla, una vez que comienza, no para. Los ojos  del viejo se clavaron oscuramente en los suyos y comenzó a narrar.
            En una ocasión tuve que llevar a mi hija, a Amelita, a la casa de su abuela porque tenía que viajar y mi esposa hacía un mes había muerto. Ella se quedaba con nuestra hijita y cuidaba de la casa y de la nena como ninguna madre lo haría. Era una mujer de lo más prolija, ordenada, cariñosa, buena. Pero se murió. Se enfermó y en pocos días se me fue. Cuando mi mujer vivía teníamos bien claro nuestro recorrido por el barrio, porque como todo el mundo, evitábamos agarrar por el lado en que vivían los Gutiérrez, que además de ser molestos y metidos, habían armado una especie de asentamiento donde tenían un harén de mujeres, suegras, hijos, perros, y quién sabe qué más. Un quilombo. Los evitábamos como a una peste, cualquiera en esa zona lo haría, porque dejarse ver por ellos era como firmar un recibo que dijera “Te doy permiso para joderme hasta que te canses”. Si te digo lo que eran… ¡Unos hijos de puta, eso eran, ellos, su prole, y toda su familia! ¡Ojalá hayan reventado bien, todos juntos! Recuerdo que tenía que irme, se me había hecho tarde y perdía el tren. Llevaba a la nena, toda linda ella, con un bolsito rojo hecho por la mamá, a la casa de su abuelita, y viendo la hora y la demora, resolví sin pensarlo mucho pasar por el asentamiento, total, la calle es pública y yo estaba apremiado en esa oportunidad. Por una vez no pasaría nada. Con la chiquita de la mano, casi sin poner los pies en el suelo, me atreví a cruzar por allí para acortar camino. Quedaba a dos cuadras de mi casa. Por el medio de la calle iba cuando veo que comienza a salir gente de uno de los ranchos a menos de media cuadra. ¡La puta madre! No pasa nada… Enseguida más, dos mujeres más de al lado. ¡Mierda! Bueno, ya estoy jugado. De pronto apareció el más chico de los Gutiérrez, en calzoncillos, con una camiseta mugrienta. Tendría unos veinticinco años entonces. Alguno le avisó que andaba alguien por allí que parecía no interpretar que el territorio estaba “marcado” por ellos. Me miró, se dio vuelta y llamó a otro. Aparecieron unas greñas amarronadas y una barba larga y polvorienta. Era la bestia mayor. Solamente me faltaba uno para estar en líos. Pasé sin girar la cabeza. Una piedra golpeó a pocos centímetros de mis pies. Luego otras cayeron como lluvia. Ellos y sus niños  reían y practicaban ese juego mortal. Las mujeres me insultaban como nunca oí a nadie. Les grite, los increpé, los amenacé, mientras me llevaba a Amelita en brazos, ya trotando, con el corazón golpeándome por todo el cuerpo. Las pedradas nos lastimaron a los dos, a mí en la cabeza y el cuerpo, a mi hijita en la cara, pobrecita. No tenía tiempo de denunciarlos en la comisaría; el trabajo, ¿viste?, pero pensé durante todo el día y los siguientes en mil formas de hacerles daño. Me provocaron un temor tan recóndito que por dos días sentí dolores en el pecho y me costaba respirar. Hasta que ese odio se disipó como una niebla pero el recuerdo seguía ahí. Una especie de dolor en el corazón que se despertaba de pensar nomás. Vos no sabés cómo es, nunca lo has sentido, pero botija, es una certeza terrible de que hay algo irremediable, algo que se cura solo con la venganza, la más atroz, aunque uno sabe que eso trae complicaciones legales más que morales y no actúa al final, se resigna a ser un infeliz atormentado por la cobardía, por el resentimiento.
            Transcurrieron los días, yo regresé al hogar. Las noches insomnes las pasaba leyendo porque extrañaba a mi esposa en la cama. Tenía una cocina que daba a la calle y allí me sentaba a la luz de unas velas a leer durante horas. Una de esas noches me di cuenta: había algo tras la ventana, algo afuera, como un humano o un gorila; qué sé yo qué pensé. Se me rompió algo adentro. Pensé en fantasmas y todo. Pero al observar mejor la sombra se replegó y se fue. Apagué las velas desesperado y miré hacia afuera. En la acera de enfrente, observándome, como un bicho de ojos brillantes y melena desgreñada, estaba uno de ellos. Le vi el gesto maligno, te juro que estaba riéndose. Miró a su derecha y se fue. Me estaba desafiando. Y el desafío duró días. Cada noche me confinaba en mi refugio tras la cortina de la cocina mientras se repetía la rutina. Alguno de ellos se paraba frente a mi casa, quieto como momia, mientras me vigilaba desde las tinieblas, amenazante siempre.
            Unas semanas más tarde del primer episodio tenía que volver a viajar y mis recorridos podrían llevarme días. Pasé los momentos de mayor ansiedad pensando si esos brutos conocerían la casa de mi madre, la escuela de la niña, si estarían ellas bien en mi ausencia, si la persecución sería diurna también, aunque yo no lo notara. Así que una noche, desesperado por esa angustia, salí gritando a uno de ellos que hacía unas horas estaba inmóvil en las tinieblas. “¡Hijo de puta! ¡Hijo de re mil putas! ¿Qué mierda querés?” Pero no hizo nada, de pronto se agachó, juntó una piedra y me la arrojó para salir disparando como un diablo incinerándose. Se me partía el pecho. Se me partía. Un hilito, mi pecho… A las cinco de la mañana agarré a mi hija, así, dormidita, y me la llevé en brazos hasta la comisaría. Me tomaron los datos y me dijeron que no era nada grave, que si seguían molestando hablarían con ellos. Yo me enojé mucho. Me prometieron hablarles, advertirles. Esa noche no dormimos en casa. Al otro día, con un terror desconocido, nuevo, regresé y encontré todo revuelto. La puerta del fondo abierta. La heladera abierta. La ropa en el suelo. Cagaron en la cama de Amelita. Se comieron todo y robaron reservas que tenía de arroz y fideos. ¡Qué rabia! Otra vez a la comisaría sin muchas posibilidades de lograr nada. Revisaron mi casa y me dijeron que “no había pruebas”… ¡Pruebas! ¡La puta que los parió!
            Otra vez fue una noche interminable. Estaban ahí, afuera. Sentía los murmullos, las pisadas y luego, cerca del amanecer, las pedradas en los vidrios.
            Rafael encendió su cigarro de tabaco y quedó mirando el vacío por largo rato. Fumando agitado, casi parecía que el pasado desfilaba por los cuadrados de las baldosas de la vereda y él lo iba midiendo, calculando, memorizando de nuevo. Luego miró a mi padre, reconociéndolo, recordando dónde había quedado.
            La siguiente noche igual. Hasta que llegó el día en que tenía que irme. Pasé mal, claro. No sabía si estaría ahí, al regreso, la única posesión que tenía. Lo único que podía brindarle a mi nena, una casa, pobre, pero un hogar, algo que ella pudiera sentir como suyo. Y fue lo mismo otra vez. La heladera abierta, quién sabe desde cuándo. Restos de comida esparcidos, putrefactos algunos. Las llaves del agua también abiertas. Se robaron mis recuerdos, los recuerdos de mi esposa. Quemaron con un cigarro la foto del casamiento que estaba sobre el respaldo de la cama. Se limpiaron su mugre en mis sábanas. La policía me dijo que les darían aviso e intentarían interrogarlos sobre el asunto, pero que aún “no había pruebas”. Además me sugirieron que no fuera tonto y que no me enemistara con mis vecinos. Llegaron a decirme que averiguarían sobre mi comportamiento en el barrio. Se burlaron reclamándome que no me alcoholizara, que no me buscara enemigos. ¡Imbéciles!
            Aguanté, botija, mirá que aguanté. Pasé cuatro días más siendo vigilado, escrutado por esos proyectos de seres humanos, agredido de noche por los mayores que intentaban destruir lo poco de cordura que me quedaba, sintiendo los aullidos de las hembras que pasaban corriendo frente a mi casa, y durante el día atosigado por los niños que incluso me prendieron fuego el arbolito que tenía en la entrada. Hasta que en un momento no pude respirar más. No había espacio en mis pulmones para el oxígeno. Se me hizo chiquito el pecho, dolió. Me temblaba el abdomen. Me dolía la garganta. Cuatro días y me fui a Rocha. ¿Conocés Rocha? Lindo… Bueno, ahí tenía como dieciséis o veinte clientes, porque es una ciudad grande, así que podía quedarme bastante descansando de la otra realidad. Hay un café frente a la plaza del centro, ahora no recuerdo su nombre, ahí leí en el diario que nueve miembros de una familia habían muerto envenenados en un barrio humilde de Artigas. Tres hombres mayores de edad, con profusos antecedentes penales, cuatro mujeres, también con extenso prontuario, y dos niños, ligados por parentesco a estos. Primero fue como un golpe con eco en todo el cuerpo, un choque eléctrico que me dejó sin aire; se me durmieron los dos brazos. Luego, de pronto, la calma absoluta. La sonrisa feliz del vencedor, el ansia por no tener a quién contarle. Miré a mi alrededor a ver si alguien me observaba o si había actuado tan raro como para llamar la atención. Nada… El oxígeno por fin salió. Ninguno murió adentro, claro. Pero nunca más volví. Mi madre me vendió la casa y se ocupó de criarme a la nena. La poca plata que sacó me la envió por encomienda entre unas ropas y fotos. Ella hace años falleció. Mi hija debe ser grande ya, tal vez hasta nietos tengo, ¿quién sabe? Les dejé una torta de regalo en la heladera. Una hermosa torta que me costó bastante plata. Ni en los cumpleaños de mi hija había comprado una igual. Decía el periódico que dos murieron en la calle, agarrándose el cuello y vomitando ante los vecinos. ¿Sabés que la rata no distingue una gragea dulce del veneno en granos? Qué lindo fue imaginarlos. Los había matado tantas veces ya antes…
            Ferrada sonrió con ganas y exhaló el humo tosiendo. De pronto regresó al presente y miró con ojos satisfechos. – De esto no digas nada a nadie, por lo menos hasta que yo esté muerto, ¿entendés?- le dijo a mi padre en tono risueño, bajito, acercando la cara a la de él. Una semana más tarde un infarto se lo llevó. El hilito en el pecho por fin se había cortado.
Un día de lluvia intensa, a la hora de la siesta de verano, me lo contó casi con el mismo miedo con que entonces escuchó, asombrado. Parecía que el recuerdo de aquel hombre aún lo juzgaba desde un furtivo lugar de su pasado y ya comenzaba a parecerse más a las ficciones de un viejo.
 (Del libro de cuentos Cuando eso acecha)


La novia de Lugosi

A comienzos de 2017 la revista digital AXXÓN de Argentina publicó un cuento mío titulado La novia de Lugosi. Dejo el enlace para que lo lean. 







Detalle de los bosques




Extracto del poemario Detalle de los bosques publicado en 2016. Gracias a este libro se ha generado un proyecto de creación poética y narrativa oral a partir de la experiencia y la imagen. El proyecto está en gira desde la publicación del libro y siempre se pueden comunicar a mi mail para charlar al respecto.



Y soy la pierna impar,
La que más te hace andar
Soy la Máquina
W.BONILLA HUGHES

Recuerdo la tarde en que encontramos el desfiladero.
Las piedras, el descenso,
el barro en las orejas,
el riesgo ante el precipicio, el vértigo obligado como juego,
el árbol hamaca entre el sol y el vacío.

Yo del bosque me acuerdo clarito;
ahí quedaron los sueños universales de mi hermano,
perdido entre las hojas viendo el cielo con aroma a pasto.
La clavícula de Andrés, rota entre las raíces.
Mi bici ya oxidada y renga, enterrada en ese olvido,
y esta pierna impar que me sigue para siempre.
Esta pierna impar, la que más me hace andar.

 (Andrea Arismendi Miraballes)

Detalle de los bosques


En el año 2016 publiqué Detalle de los bosques, libro que se agotó en algo así como mes y medio pero que recorrió varios rincones del mundo. Me han llegado mensajes de muchos lugares y de diversos lectores. Dejo aquí algunos extractos de ese extenso poema que compone el libro.



Hay algo extraño en el bosque, algo cerrado que no comprendo,
no alcanzo a comprender, ni por asomo, a divisar.
Ayer compré otro par de lentes. No sirvió.
La vista es algo que se pierde gradualmente y rápido.

El domingo voy a llevar a mis amigos al bosque,
el domingo iremos en busca de la aventura que acecha,
de un hogar verdadero entre las ramas,
un hogar de humedad, de musgo.

El domingo.

Hay algo extraño en el bosque
que nos tironea, nos caza,
nos encierra,
no nos deja salir.

Cuando niños íbamos a la frontera delineada por los árboles
y jamás cruzamos a la inmensidad.
Hoy somos la inmensidad que puebla las hojas.
Hoy somos lo extraño que habita el bosque.

(Andrea Arismendi Miraballes)








Detalle de los bosques 


En el año 2016 publiqué Detalle de los bosques. Antes de que el libro saliera a la venta el músico Dioxadol Borges compuso una melodía para la obra. Les dejo a continuación el resultado de ese encuentro. 

https://www.youtube.com/watch?v=jm0TML4dlWY


Poema con mantra. Fue leído por el dramaturgo Diego Fleitas y copio el enlace para compartir su interpretación.






Me comen las ratas o yo soy las ratas?
Yo transito una senda desigual
entre un más acá dudoso,
un tapiz
ha enredado mi sueño, receloso del olvido,
en su trama carcomida.
Una imagen que me acecha me levanta
o me sujeta.
Son las ratas que caminan.
Otra vez cerré con llave la puerta de mi sótano,
pero el olor se eleva y se dilata
dulce, venenoso.

Me comen las ratas o yo soy las ratas?
Un turbión de cinismo nos doblega.
Busco encontrarte en mi memoria
para encontrarme a mí
y no hay nada.
Busco tu cuerpo a oscuras
y toco el frío impenetrable.
Una fortaleza vacía,
un muro descascarado,
un sinsentido.

Me comen las ratas o yo soy las ratas?
Soy del viento, me repito,
y el viento me sacude, me retiene,
esparce mis restos en el mar,
porque nací frente al mar,
porque sé encontrar el camino a casa.
Pero no, no tengo hogar.

Me comen las ratas o yo soy las ratas?
Silencio...
En la oscuridad tu voz va, gigante
para siempre, diciendo mi nombre.
Un faro para dormirse en ella, tu voz.
Sin embargo, todo es roer en la piedra,
una y otra vez, roer el mineral
como a una astilla blanda.
Si me elevo en la nube
me arrastra el lodo;
estoy en la sonrisa terca del aviador que rompió
la brújula: es mi destino.
No veremos el nombre escrito en la corteza,
ni en el chorro, ni en la flor.

Me comen las ratas o yo soy las ratas?
El manantial tuerce la tierra; me hundo más.
Crecen raíces en mis pies
y estoy en un mundo inexplicable.
No contaba con los dientes en mis sienes.
No sabía que crecían ahí las fauces,
que podían ser enormes,
más que yo.
En la rosada piel veo las venas
y su entramado de esperanza.

Me comen las ratas o yo soy las ratas?
Vengo de un lugar sin tregua,
de tic tacs picoteando madrugadas,
de sangre que revienta en la cima.
Vengo a contar las hojas de un calendario ajado.
No consigo entender ni el tiempo,
ni las horas, ni siquiera los relojes.
Y la pregunta me apuñala
en esa medida desconocida.
No sé, no puedo saber
si me comen las ratas o yo soy las ratas.

(Andrea Arismendi Miraballes)

Este cuento ganó un tercer premio en narrativa. Dejo una versión nueva y divergente de la original, aunque conservo el título y los personajes.


Al Amanecer
(Andrea Arismendi Miraballes)



            Era lo más cercano a una ciudad que había conocido. Para ella, que siempre había vivido aislada entre pitangueros, ombúes, talas  y animales salvajes, el pueblo era el mundo.
No sé bien decir dónde queda. No recuerdo cómo se llamaba y por más que trato de ubicarlo en el mapa, no aparece. Los años, sin duda, son selectivos y la memoria se vuelve una pasta sin tiempo ni lugar. Ella era silvestre como aquellos ratones que una vez encontró en un nido abandonado (seguro, la mamá ratona habría sido cazada por algún otro bicho, más grande e incapaz de valorar el infortunio de sus hijitos) y que Norma, su madre, luego de unos días, ahogó en un balde rebosante de agua porque sostenía que se iban a morir de hambre igual. Juanita no supo qué hacer para defenderlos. Algo tan trivial hizo que el odio a su progenitora se extendiera durante dos décadas hasta que decidió, en un arranque de cordura, empezar a perdonarla y considerar que, tal vez, ella también formaba parte de esa injusta y enmarañada cadena donde el más grande aplasta al más pequeño. Su mamá había tenido tanta fuerza como para arrancarle los seis ratones de las manos que ella guardaba delicadamente en una cajita con recortes de algodón y trapitos, abrigándolos, protegiéndolos de la vida misma. Los había metido de uno en uno en un bollón y los llevó hasta el balde repleto de agua. Allí lo hundió hasta que dejaron de moverse. Juana presenció la muerte, la primera muerte, con los ojos inundados en lágrimas y un suspiro que terminaba en gemido, el mismo que acarreaba con pesadumbre hasta el presente. El dolor demoró en curarse. La imagen jamás se borró. Tenía ocho años entonces. Ese aprendizaje fue el primero y más terrible sobre las injusticias de la vida. Tal vez fue lo único que aprendió de ella, pues se crió casi sola en aquel paraje lleno de misterios y peligros.
Cuando tuvo contacto con el pueblo, siendo ya una adolescente, fue para trabajar. Así cargaba cajones repletos de frutas y de verduras, como limpiaba los pisos y mostradores del único almacén en kilómetros a la redonda. Cuando fui hasta allí atravesé innumerables caminos deshabitados y polvorientos. Tenía como misión historiar, registrar con detalle los recientes acontecimientos y elaborar un perfil psicológico de Juana. La primera vez que la vi creí entender la causa por la que su comportamiento era considerado anómalo entre los habitantes del lugar. Era una muchacha desgreñada e infeliz, de esas que transmiten su tristeza al mirarlas simplemente una vez. En el momento en que llegué me dirigí a la comisaría. Pereira, el comisario, me atendió un poco nervioso, pues poco contacto tenía con gente de “afuera”, según su uso metafórico del lenguaje para clasificarme entre el pequeño grupo de gente que se encontraba en la población. De hecho, visto a la distancia, no fui para nada bien recibida. En fin, no fui recibida directamente; cuando bajé del ómnibus, al que llamaban “de camino”, nadie me esperaba. El lugar constaba de cuatro manzanas de casas dispersas, un almacén, una iglesia notablemente deteriorada y una comisaría, además de una oficina pública cuya función no comprendí ni tampoco intenté discernir. El bar era una roñosa construcción que parecía sacada de alguna pesadilla consistente en mugre y cucarachas. Jamás pude ni tomar un café allí -el único que pedí me lo sirvieron frío y aguado-. Pasé unas cuantas horas sentada observando el casi nulo movimiento a través de sus vidrios sucios y astillados. Nada ocurría; menos estando yo allí enclavada, con ojos interrogantes ante todo el que pasaba. Mi aparición sirvió solamente para espantar a los pobladores, para hacer que sus rutinas cambiaran, tanto que creo que aquel café nauseabundo era una excusa del dueño del bar para que no volviera y le echara a sus clientes que temían un cuestionario. Las pintorescas gentes del interior ven a todo visitante con escozor y desconfianza. Pensé, casi riéndome, que son como esos perros que atacan entre el temor y la furia a las máquinas, incapaces de comprender que no hay manera de que estas se conmuevan.
La amabilidad de Pereira se restringió a prestarme un rincón de su oficina para dormir allí en una especie de catre (digo especie, porque aquello había sido en tiempos mejores un catre, pero las décadas lo habían estragado tanto que a esa altura era más cómodo tirarse en el suelo: queda sobreentendido que nadie quiso cederme un lugar en su hogar). Esa situación sirvió para que entrara en contacto de forma más inmediata, más espontánea, con la única residente de la prisión, Juana, sobre quien pronto debía trabajar si no quería que la llegada del juez y su traslado a una penitenciaría capitalina perjudicaran mi entrevista y conclusiones.
Un lunes, a las cuatro am, Juana se levantó como todos los días -excepto los domingos en que simplemente se dirigía al arroyo a pescar-, y se preparó su mate con yuyos en una negruzca caldera tiznada por las décadas de fogata. Dormía con su madre en la misma habitación de paredes de barro, repleta de insectos en verano. Era marzo, un mes especialmente caluroso en aquel tiempo en que todo ocurrió. Tenía 28 años y, si bien nunca supo claramente cuál era la fecha correcta de su nacimiento, se contentaba con saber que al menos tenía una cédula de identidad con la única foto de su rostro, donde figuraba una posible certeza sobre ese día, así como sus dos apellidos, con los cuales se sentía satisfecha porque no todos en el pueblo los tenían. Su padre murió cuando ella tenía diez años (fue la segunda vez que vio un muerto), aplastado por un árbol del monte que -según Juana declaró con certeza- se había vengado de todos los años de leñador que aquel cargaba. Claro, ella pensaba que todo lo que veía y conocía tenía conciencia, sentimientos, voluntad, argumento que no me pareció pertinente contradecir ya que no creí que fuera capaz de entender mis razones.
Ese día, fue a la hora habitual caminando hacia el pueblo que quedaba aproximadamente a cuatro kilómetros de su hogar, distancia acortada cada día al cruzar los montes que lo rodeaban. Tal vez- decía ella- fueran apenas las cinco pasadas cuando sintió voces en la penumbra de árboles. Algunas voces conocidas, escuchadas, pero sin rostro, en el diario mirar al suelo y a la escoba en el almacén. Eran voces masculinas que sonaban grotescas en ese lugar tan silencioso. Por inercia, por costumbre, bajó su rostro y miró el suelo húmedo de la tierra. Lo siguiente en su memoria fueron tres, cuatro o cinco voces y figuras casi fantasmales que la atacaron rodeándola e insultándola sin que ella comprendiera por qué. Todo pasó con rapidez, con violencia. Recordó haberse acercado a la vera del arroyo a lavar sus heridas. Le llamó la atención aquello que denominó como “un dolor abajo”, punzante por segundos. No supo qué debía hacer a continuación. Volvió a su casa y se cambió. Su madre, al verla malherida, lloriqueando, con las humildes ropas enlodadas y destrozadas, atinó a decirle “puta”. Eso fue todo lo que escuchó ese día. El fino sondeo de las dos dueñas del almacén, las hermanas López, no logró quitarle una sola palabra; para ella sus voces fueron solo un zumbido constante, sin forma, sin sentido.
Meses más tarde su embarazo se hizo evidente. Con él también crecieron las sospechas de todo el pueblo. Ya no sabían a quién mirar como responsable de la situación y, además, intuían lo que podría haberle ocurrido a la pobre Juana sin atreverse casi a levantar la voz para comentarlo públicamente. Norma se convirtió en un infierno para su hija. La acosaba insultándola, repelándola, llenándole la barriga de golpes. Le gritaba permanentemente advirtiéndole sobre el fatídico futuro de ese niño. La noche en que sobrevino el parto, Juana se marchó sola entre los mismos árboles donde antes había sido violada. Se escondió de su propia madre que no dejaba de denigrarla y parió, casi en silencio, en la oscuridad. Estaba aterrada. Cuando aquella vez, en medio de las agresiones de los grotescos cuerpos enormes, rudimentarios, logró evadirse de la realidad fue porque vislumbró algo pequeñísimo, silvestre, libre, que la miraba con una belleza infinita e incomprensible. No sabía qué era pero fue la primera vez que vio algo cercano a la belleza, y, aunque supo que era una percepción de su imaginación, creyó ciegamente en que eso sería algo que viviría en ella para siempre.
Al amanecer envolvió en sus propias ropas al bebé. No había llorado pero estaba despierto. Había nacido con el silencio y la resignación de su mamá. Era suyo; algo único y valioso. Lo protegió entre las sombras de los árboles. Desnuda y dolorida, comenzó a moverse agazapada en la penumbra. No sabía si había algo en su mente en ese momento. No sabía qué hacer. Fue intuitiva al actuar. Mientras tomaba mis notas no pude reprimir un asomo de llanto en mi mirada. Ya no quise verla directamente al rostro, la molestia inicial por tener que estar entre esa clase de personas a quienes estimé en muy poco desde mi llegada se tornó en una empatía y tristeza absolutas. Su mente no parecía evaluar un tamiz que le hiciera sopesar lo correcto y lo equivocado. No falló. En menos de un minuto tenía a su madre por el cuello en medio de la corriente del arroyo adonde la arrastró con violencia tomándola del cabello. Veía su rostro bajo la ondulación del agua y sentía el frío punzante filtrársele en la piel. Los ratoncitos aparecieron frente a ella. “Se iban a morir igual”,  decía Norma. “Se va a morir igual”, le había dicho hacía unos días en medio de una crisis de furia y golpes. El perdón le llegó a Juana en ese preciso instante en que las últimas burbujas de aire salían de la boca de su madre y sus manos empezaban a aflojarse perdiendo fuerza –esa fue la tercera vez que vio a un muerto-. No supo explicar cómo era posible haber pasado veinte años sin olvidar aquella primera experiencia de muerte, pero sintió que había aprendido algo inasible en palabras. Un aprendizaje que entendía, ahora, para qué había guardado inalterable en su mente. Agradeció a su madre despidiéndola con un beso húmedo y congelado.